Los artistas y la polis

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domingo, 22 de abril de 2007

LOS ARTISTAS Y LA POLIS EN PLATON

El texto que se reproduce a continuación ha sido tomado de PLATON: REPUBLICA, Buenos Aires, Eudeba, 1972.

[372 a] En primer lugar, consideremos el género de vida que los ciudadanos así organizados habrán de llevar. ¿Qué otra cosa harán sino procurarse trigo, vino, trajes y calzado? También construirán sus viviendas; durante el verano, trabajarán generalmente semidesnudos y descalzos, y durante el invierno debidamente abrigados y calzados; se alimentarán preparando harina de cebada y de trigo, cociendo ésta y, amasando solamente aquélla; dispondrán sobre juncos u hojas limpios panes y tortas excelentes, con los que habrán de regalarse ellos y sus hijos, tendidos en lechos de follajes de nueza y de mirto, bebiendo vino, coronados de flores y entonando himnos de alabanza a los dioses. [c] Vivirán satisfechos con su mutua compañía y, por temor a la pobreza o a la guerra, no tendrán más hijos que los que les permitan sus recursos.

XIII. –Entonces Glaucón, interrumpiéndome, dijo: -Me parece que haces banquetear a esos hombres sin companage[1] alguno.
-Tienes razón –contesté-, se me olvidaba que han de tener también companage, es decir sal, aceitunas y queso, y podrán hervir cebollas y legumbres que son alimentos comunes en el campo. [d] De postre, les serviremos higos, garbanzos y habas, y tostarán al fuego frutos de mirtos y bellotas, que comerán acompañados de bebidas moderadas, disfrutando así, durante toda su vida, de tranquilidad y salud. Alcanzarán una edad avanzada y trasmitirán a sus hijos una vida semejante a la suya.
Pero él replicó:
-Si formaras una polis[2] de cerdos, Sócrates, ¿los cebarías de otra manera?
-¿Qué sería preciso hacer entonces, Glaucón?
-Lo que se acostumbra -replicó-. Si no quieres [e] que lleven una vida miserable, deben poder recostarse en lechos y comer en mesas, disfrutando de los manjares y postres que hoy están en uso.
-¡Ah! -dije yo-, comprendo lo que quieres decir. No tratamos, por lo que parece, de considerar una polis en sus comienzos, sino una polis con toda clase de comodidades. Quizá sea mejor así, porque examinando una polis semejante tal vez descubramos[3] cómo se originan la justicia y la injusticia en las polis. De cualquier modo, yo creo que la verdadera polis, o sea aquella que goza de una sana constitución, es la que acabamos de describir. Mas si tú quieres que echemos un vistazo [373 a] a una polis malsana, nada nos lo impide. Hay razón, según parece, para creer que algunos no estarán contentos con ese género de vida; agreguemos, pues, lechos, mesas, muebles de otra especie, manjares, ungüentos, perfumes, cortesanas, golosinas, y de todo ello en abundancia. No entrará pues, dentro de lo simplemente necesario[4] lo que enumeramos al principio, o sea la vivienda, los trajes y el calzado; habrá que introducir la pintura, el bordado, y procurarse oro, marfil y materias preciosas de toda clase. ¿No es así?
[b] -Por supuesto -contestó.
-Debemos entonces agrandar nuevamente la polis. En efecto, la primera, la polis sana de que he hablado, ya no es suficiente; habrá que ampliarla y llenarla de una multitud de personas cuya presencia en las polis no tiene más razón que la de satisfacer los deseos no necesarios, como los cazadores de toda especie y los artistas que se dedican a la imitación por medio de figuras y colores, y otros muchos por medio de la música, es decir, los poetas y su cortejo de rapsodas, actores, bailarines, empresarios, y también fabricantes de [c] toda clase de artículos, entre otros, los que conciernen al adorno de las mujeres. Habrá también que aumentar el número de servidores, ¿o no crees que necesitaremos pedagogos, nodrizas, amas, doncellas, barberos y asimismo cocineros y maestros de cocina. Hasta tendremos necesidad de porquerizos. No se encontraban, por cierto, en nuestra primera polis porque ninguna falta nos hacían, pero en ésta nos serán imprescindibles. De igual modo, necesitaremos animales de toda especie para aquellos que tengan ganas de comerlos. ¿No es así?
-Indudablemente.
-Y con esa clase de vida, ¿no sentiremos, la necesidad [d] del médico más a menudo que con la primera?[5]
:-Mucho más.

XIV. -Y el país, que antes se bastaba a sí mismo para alimentar a sus habitantes, resultará pequeño e insuficiente. ¿O no piensas lo mismo?
-Así lo pienso.
-¿Nos veremos obligados, entonces, a extendernos sobre el país vecino, si queremos poseer tierra suficiente para el cultivo y el pastoreo, y no harán nuestros vecinos otro tanto con el nuestro, si, franqueando los límites de lo necesario, se abandonan también ellos al insaciable deseo de poseer?
-Forzosamente, Sócrates.
-Entonces, Glaucón, ¿tendremos que hacer la guerra? ¿O qué sucederá?
-Tendremos que hacerla -respondió,
-No es el momento -aclaré- de ocuparnos de los bienes y los males que la guerra trae consigo. Digamos únicamente que hemos descubierto el origen de la guerra[6] en esta pasión de la cual nace el peor flagelo, tanto para los individuos como para las polis, cada vez que se produce.
-Exactamente.
[374 a] -Si la polis continúa creciendo, amigo mío, tendremos que ampliarla con un ejército, no pequeño, sino poderoso que salga a campaña para luchar contra los invasores en defensa de su territorio y de los bienes que acabarnos de enumerar.
-¿Cómo? -replicó él-. ¿Sus propios ciudadanos no serán capaces de defenderla?[7]
-No –contesté-, si respetarnos el principio sobre el cual nos pusimos de acuerdo cuando fundábamos la polis. Pues quedamos de acuerdo, si haces memoria, en que era imposible que un mismo hombre desempeñara como es debido varios oficios a la vez.
-Tienes razón -dijo.
[b] -¿Y qué? -dije yo-. ¿No crees tú que hacer la guerra es un oficio?
-Desde luego -respondió.
-¿Habrá que prestar, acaso, mayor atención al oficio de zapatero que al de guerrero?
-De ninguna manera.
-Nosotros no hemos querido que el zapatero ejerza al mismo tiempo los oficios de labrador, tejedor o albañil, sino únicamente su oficio de zapatero, para que llenara mejor su cometido. Asimismo, hemos [c] destinado a cada cual al oficio que le es propio, y que debe ejercer durante toda su vida, con exclusión de los demás oficios, si quiere aprovechar de todas las ocasiones favorables para alcanzar la perfección en su artesanía. ¿Y no es también de máxima importancia que el oficio de guerrero se practique a la perfección? ¿O piensas que es tan fácil de aprender que un labrador, un zapatero cualquier otro artesano pueden desempeñarse también como guerreros, en tanto que no puede [d] llegar a ser un buen jugador de chaquete o de dados si uno no se dedica a esos juegos desde la infancia y no solamente en sus horas de ocio? ¿Bastará tomar un escudo o cualquier otra arma o instrumento de guerra para ser eficaz de golpe, en un encuentro de hoplitas o en cualquier otro combate, siendo así que un instrumento de cualquier otro arte, por más que uno lo tome en sus manos no habrá de convertirnos jamás en artesanos o atletas, y que nos será siempre inútil sin el conocimiento de los principios de cada arte y sin un competente aprendizaje?
-¡Si así fueran las cosas -dijo él-, las herramientas tendrían un gran mérito!

[e] XV. -Por consiguiente -continué-, cuánto más importante es el oficio de estos guardianes, mayores son el tiempo, la dedicación y los cuidados que exigen.
-Así lo creo -contestó.
-¿Y no exigirá esa ocupación aptitudes naturales?
-Sin duda.
-A nosotros, pues, nos corresponderá elegir, si somos capaces de ello, a los que por su naturaleza y sus aptitudes son los más apropiados para la custodia de la polis.
-Ciertamente, esa elección nos corresponde.
[375 a] –Nos encargamos, ¡por Zeus!, de una misión difícil. Sin embargo, no podemos desalentarnos, al menos en tanto que las fuerzas nos lo permitan.
-En efecto –dijo-, no podemos.
-Pues bien -dije yo-, ¿no crees que existe cierta semejanza entre las cualidades de un joven .perro de raza y las de un joven de noble nacimiento?
-¿A qué te refieres?
-A que tanto el uno como el otro han de tener sagacidad para descubrir al enemigo, velocidad para perseguirlo y fuerza para luchar con él, si fuera preciso, una vez que le hubieran dado alcance.
-En efecto -dijo-, todas esas cualidades son necesarias.
-Y también valentía, si quieren batirse bien.
-No cabe duda.
[b] -Pero ¿es que el caballo, el perro o cualquier otro animal pueden ser valientes si no poseen una naturaleza fogosa? ¿No has advertido que esa fogosidad es algo indomable e invencible y que un alma animada por ella es incapaz de retroceder ante el peligro?
-Lo he observado.
-He aquí, pues, cuáles son las cualidades corporales que ha menester el guardián.
-Sí.
-Y también la del alma, o sea que tenga por lo menos, fogosidad.
-Esa también.
-Pero si tienen esas cualidades, Glaucón –dije yo-, ¿cómo impedir que sean feroces entre sí y agresivos con los demás ciudadanos?
-¡Por Zeus! -exclamó-, no será fácil impedirlo.
[e] -Sin embargo, es necesario que sean amables con sus amigos y ásperos con sus enemigos. Sin estas condiciones, ¿no habrá que esperar a que otros vengan y los aniquilen porque ellos serán los primeros en destruirse a sí mismos?
-Es cierto- afirmó.
-¿Qué hacer entonces? -pregunté-. ¿Dónde encontrar un carácter que sea manso y fogoso al mismo tiempo? Porque, en efecto, la mansedumbre se opone a la fogosidad.
-Sin duda.
-Pues bien, cualquiera que sea la que falte de [d] estas dos cualidades, quien no las tenga a la vez no podrá ser un buen guardián; tenerlas ambas es imposible; ¿de dónde llegamos a la conclusión de que no podremos encontrar un buen guardián?
-Puede que así sea -dijo.
Vacilé por algunos momentos, pero luego, reflexionando sobre lo que acabamos de decir, continué: -Si nos hallamos perplejos, querido amigo, lo tenemos bien merecido por habernos apartado de la comparación que hicimos al principio.
-¿Qué quieres decir?
-No hemos pensado que en realidad existen esas naturalezas que juzgábamos imposibles de encontrar y que reúnen las dos cualidades opuestas.
-¿Dónde se encuentran?
-Pueden observarse en diferentes animales, pero sobre todo en el que nosotros comparábamos al guardián. Tú sabes que es propio de los perros de buena raza el ser tan mansos como es posible con personas de la casa y con los conocidos, y lo contrario con aquellos que no conocen.
-Lo sé muy bien, en efecto.
-Luego es posible este carácter, y cuando buscamos un guardián que reúna las dos condiciones no pedimos nada que vaya contra la naturaleza
-Parece que no.

XVI. -¿Pero no crees que nuestro futuro guardián necesita todavía de otra cualidad y que, además de ser un hombre fogoso[8], deba ser naturalmente filósofo[9]?
[376 a] -¿Como? -preguntó-. No entiendo.
-Es una cualidad -contesté- que también puedes observar en el perro, lo cual es digno de admiración por tratarse de un animal.
-¿Y en qué consiste?
-Consiste en que el perro gruñe cuando ve a un desconocido, aunque no le haya hecho ningún daño, y acoge cariñosamente a la persona conocida, aunque no haya recibido ningún bien de ella. ¿Nunca te ha sorprendido esa conducta?
-Hasta ahora no había reparado en ello -contestó-, pero es verdad que así se conduce.
[b] -Pues bien, con este modo de ser manifiesta una naturaleza sutil y verdaderamente filosófica.
-¿Y, en qué?
-En que solo diferencia -dije- al amigo del enemigo porque conoce al primero y al segundo no. Pues bien, ¿cómo negar que siente deseos de aprender el que distingue al amigo del extraño por el conocimiento o el desconocimiento?
-No es posible negarlo -respondió.
-Pues bien -continué-, estar deseosos de aprender y ser filósofo ¿no es acaso lo mismo?
-Es lo mismo, en efecto -contestó.
-¿Podemos, pues, animarnos a establecer lo mismo [c] tratándose del hombre? ¿Admitiremos que si es amable con sus familiares y conocidos será filósofo por naturaleza y estará deseoso de aprender?
-Admitámoslo -dijo.
-Por lo tanto, el perfecto guardián de nuestra polis ha de ser filósofo, valeroso, ágil y fuerte por naturaleza.
-Sin duda alguna -dijo.
-Tal será, pues, el carácter de nuestros [d] guardianes. Pero ¿cómo habremos de criarlos y educarlos? ¿Podrá el examen de esta cuestión ayudarnos a descubrir el objetivo de todo cuanto indagamos, es decir cómo nacen la justicia y la injusticia en una polis? No sea que dejemos de lado algún punto importante o nos extendamos en divagaciones.
-Entonces intervino el hermano de Glaucón diciendo:
-Creo yo que este examen ha de sernos útil para el fin que nos hemos propuesto.
-¡Por Zeus!, querido Adimanto –exclamé-, entonces no debemos abandonar su examen, por largo que sea.
-De ningún modo.
[e] -Pues bien, imaginemos en qué forma educaremos a estos hombres, como si estuviéramos contando un cuento y tuviéramos todo el tiempo necesario para ello.
-Es lo que debemos hacer.

XVII. -¿Cuál será, pues, esa educación? ¿Será fácil encontrar una mejor que la establecida entre nosotros desde hace largo tiempo y que consiste en educar el cuerpo por la gimnasia y el alma por la música[10]?
-Así lo pienso.
-¿Incluyes tú –pregunté- las narraciones en la música?
-Sí.
-Pero ¿no hay dos clases de narraciones, verídicas las unas y ficticias las otras?
-Sí.
[377 a] -¿Y no servirán ambas para la educación, y en primer lugar las ficticias?
-No comprendo lo que quieres decir –respondió.
-¿No sabes –dije- que a los niños empezamos por contarles cuentos, y que éstos son ficticios, por lo general, aunque haya en ellos algo verdadero? Para educar a los niños nos valemos primero de los cuentos y después de la gimnasia.
-Así es.
-Por eso dije que debemos empezar por la música antes que por la gimnasia.
-Es verdad -replicó.
-¿Y no sabes que lo más importante en todas las obras es su principio, máxime cuando se trata de [b] seres jóvenes y delicados? Porque entonces se modela fácilmente el carácter que se quiere imprimir a cada persona.
-Muy cierto.
-¿Habremos de tolerar que los niños escuchen toda clase de fábulas imaginadas por el primero que llega y que acojan en su espíritu ideas que en la mayoría de los casos son opuestas a las que nosotros juzgamos han menester cuando sean mayores?
-No hemos de tolerarlo de ninguna manera.
[c] -Por lo tanto, debemos vigilar a los creadores de fábulas, escoger las buenas y rechazar las malas. Convenceremos a las nodrizas y a las madres de que cuenten a los niños las fábulas escogidas y que mediante ellas modelen sus almas, poniendo en la tarea mayor cuidado que el que ponen en formar sus cuerpos con ayuda de las manos. De las que ahora se cuentan, habrá que desechar la mayoría.
-¿Cuáles? -preguntó.
[d] -Por los mitos mayores -contestó- enjuiciaremos las fábulas menores. Unos y otras deben ser hechos por el mismo molde y producir el mismo efecto. ¿No lo crees?
-Sí –dijo-, pero no veo cuáles son esos mitos mayores de que hablas.
-Los de Hesíodo y Homero, y los demás poetas. Ellos han compuesto esas fábulas ficticias que contaron a los hombres, y que se cuentan todavía.
-¿Cuáles son esas fábulas y qué censuras en ellas? –Preguntó.
-Lo que hay de censurable en ellas –contesté- ante todo y sobre todo, es decir, sus indecorosas mentiras.
[e] -¿Qué quieres decir?
-Que han pintado en esas ficciones de una manera errónea la naturaleza de los hombres y de los héroes, como un pintor que hace retratos que en modo alguno se parecen a los modelos que intenta reproducir.
-La crítica es, en efecto, merecida -dijo- Pero ¿en qué sentido y a qué poetas se puede aplicar?
-En primer lugar -respondí- porque imaginan las mayores falsedades sobre los seres más [378 a] excelsos, como los actos que Hesíodo[11] con mentiras corruptoras, atribuye a Urano, y la forma en que describe la venganza de Cronos. Aunque la conducta de Cronos y los tratos que recibió por parte de su hijo fueran ciertos, no creo yo conveniente que se relaten con tanta ligereza a personas faltas discernimiento y a los niños, sino más bien callarlos; o si no hubiera más remedio que hablar de ellos, contarlos en secreto ante el menor número posible de oyentes, después de haber inmolado, no ya un cerdo, sino una víctima más importante y [b] difícil de conseguir, para reducir el auditorio mínimo posible.
-En efecto -dijo-, esas narraciones son peligrosas.
-Y no deben narrarse, Adimanto, en nuestra polis -dije-. No debe decirse a un joven que al cometer los mayores crímenes y al no retroceder ante crueldad alguna para castigar la injusticia su padre no hace nada extraordinario y se limita a seguir el ejemplo de los primeros y más grande dioses[12].
-¡Por Zeus! -exclamó-, tampoco a mí me parece que sean cosas convenientes de decir.
-Asimismo –continué-, si queremos que los guardianes de nuestra polis consideren como la mayor vergüenza el odiarse unos a otros, y sin mayor motivo, no se les debe contar que los dioses [c] hacen la guerra a los dioses, que conspiran y riñen entre sí, lo cual, por otra parte, no es cierto. Es preciso evitar que conozcan por medio de narraciones o de figuras artísticas las luchas de los gigantes y muchas otras discordias de toda especie que han armado a los dioses y los héroes contra los de su sangre y sus amigos. Antes bien, si queremos persuadirlos de que la enemistad no ha dividido jamás a los ciudadanos de una misma polis, y que tal cosa no es lícita, es preciso que los ancianos y las ancianas cuenten a los niños desde su más tierna edad y cuando sean mayores narraciones inspiradas en ese espíritu, y obligar a los poetas a que compongan sus fábulas conforme a principios semejantes. No es posible admitir en la polis que Hera[13] fue encadenada por su hijo, que Hefesto[14] fue lanzado al espacio por su padre cuando iba a defender a su madre golpeada por aquél, y los combates entre los dioses imaginados por Homero[15], tengan o no sentido alegórico. Porque un niño no está en condiciones de distinguir entre lo que es y no es alegórico, y las impresiones que recibe a esa edad se hacen en él indelebles e inmutables. Hay que procurar más que nada, a mi juicio, que las primeras fábulas que oiga sean las más adecuadas para conducirlo a la virtud.
—Es razonable, en efecto —dijo—, pero si a alguien nos preguntara qué entendemos por ello y cuáles son esas fábulas, ¿qué responderíamos?
Entonces yo contesté:
—Adimanto, en este momento ni tú ni yo somos poetas, sino fundadores de una polis. Y a los fundadores corresponde conocer las normas a que deben ceñirse los poetas en la composición de sus fábulas e impedir que se aparten de ellas, pero no así la creación de las fábulas.
—Muy justo —contestó--- pero ¿qué normas prescribirías tú para las fábulas concernientes a los dioses?
—A mi juicio —dije— sería preciso representar siempre a la divinidad tal cual es, ya se la recree en la épica, en la lírica o en la tragedia.
—Sí, es preciso.
[b] –¿No es acaso la divinidad esencialmente buena y no es obligación hablar de ella en esa forma?
-¿Quién lo duda?
-Pero nada bueno puede ser dañoso, ¿no es así?
-Creo que no.
-¿Y, puede perjudicar lo que no es dañoso?
-De ninguna manera.
-Pero ¿puede hacer mal lo que no perjudica?
-Tampoco.
-Y lo que no hace mal ¿podrá ser causa de algún mal?
-¿Cómo podría serlo?
-¿Y qué? ¿Es beneficioso lo bueno?
-Sí.
-¿Es causa del bien obrar?
-Sí.
-Lo bueno, entonces, no es causa de todo, sino únicamente de las cosas que están bien, y no de las que están mal.
[c] –Muy cierto –dijo.
-Por lo tanto la divinidad -continué-, puesto que es buena, no es causa de todas las cosas, como se afirma generalmente, sino de algunas cosas que suceden a los hombres, pero no de la mayoría de ellas; porque el número de nuestros bienes, es mucho más pequeño que el de nuestros males y no se han de atribuir aquéllos a ningún otro autor, pero en algo distinto de la divinidad debemos buscar la causa de nuestros males.
-Me parece muy cierto lo que dices -contestó.
[d] -Entonces -repliqué- no podemos aceptar de Homero, ni de ningún otro poeta, errores insensatos sobre los dioses, como decir:
“en el umbral del palacio de Zeus hay dos tinajas
llenas de destinos: una de buenos y la otra de malos;”
[16]
y que aquel a quien Zeus da una mezcla de ambos
“a veces se encuentra en la desgracia y otras veces en la felicidad”;
pero que aquel que los recibe de la segunda especie, sin mezcla alguna
“es perseguido por la hambrienta desgracia en la tierra divina”
[e] Ni tampoco admitiremos que Zeus, para nosotros, sea el dispensador “de los bienes y de los males”.

XIX. Si alguien afirma que Pándaro violó los juramentos [380 a] y la tregua instigado por Atenea y por Zeus, no lo hemos de aprobar, ni consentiremos que atribuya a la acción de Zeus y de Temis la querella y el juicio de los dioses, ni tampoco que repitan delante de los jóvenes los siguientes versos de Esquilo:
“la divinidad introduce la culpa en los mortales
cuando quiere destruir por completo a una familia”
[17]
Por el contrario, si alguien deplora las desgracia de Níobe, tema de estos yambos, o de los Pelópidas, o de los troyanos, o cualquier otro a semejante, no permitiremos que las atribuya a la divinidad o, si lo hace, deberá buscar alguna interpretación similar a la que nosotros tratamos [b] de darle en este momento, o sea que la divinidad obra bien y justamente, y que el castigo ha redundado en beneficio de los culpables. No hemos de consentir que el poeta diga que son desgraciados los que sufren una pena y que la divinidad es la autora de sus males. Podrá decir, en cambio, que los culpables son desgraciados porque tuvieron necesidad del castigo y que al sufrir la pena han sido objeto de un bien por parte de la divinidad. Si queremos que una polis esté perfectamente regida debemos impedir por todos los medios que alguien diga en ella que la divinidad, bondad esencial, [c] es la causa de los males, y no permitiremos que nadie, ni joven, ni viejo, escuche relatos semejantes, ya en prosa, ya en verso, porque tales. Relatos son impíos, perjudiciales y contradictorios entre sí.
-Estoy de acuerdo contigo en imponer esta ley –dijo-. Mucho me place.
-Esta será -continué- la primera de las leyes relativas a los dioses y la primera de las normas conforme a la cual han de componer sus fábulas y cantar los poetas: la divinidad no es la causa de todo, sino únicamente del bien.
-Apruebo esa norma –dijo.
[d] -¿Y qué dirás de esta segunda? ¿Crees tú que un dios sea una especie de mago, capaz de tendernos lazos y asumir formas diversas, ya en realidad presente y cambiando su apariencia en muy distintas figuras, ya ofreciendo de sí mismo fantasmas engañadores y sin realidad? ¿O no crees, en cambio, que es un ser simple, incapaz más que ningún otro de apartarse de la forma que le es propia?
De momento -contestó- no sé qué decirte.
[e] Veamos –agregué-: cuando un ser se transforma, ¿no es absolutamente necesario que esa transformación provenga de sí mismo o de otro?
-Así es.
-¿Y no son las cosas más perfectas las menos expuestas a que una causa externa las transforme o altere? Por ejemplo, ¿no es el cuerpo más sano y robusto el menos afectado por la alteración de los alimentos, las bebidas, el trabajo, y la planta más vigorosa la menos sensible a los rigores del sol, a los vientos y a otros accidentes de ese carácter?
-Así es, en efecto.
[381 a] -Y el alma más valerosa e inteligente, ¿no será la menos turbada y alterada por cualquier fenómeno exterior?
-Sí.
-Igual cosa ocurre, a mi parecer, y por la misma razón, con los vasos, edificios, vestidos, y demás objetos fabricados por el hombre; aquellos bien hechos y bien conservados son los que menos altera el tiempo y otros agentes de destrucción.
-Es verdad.
[b] -Luego, todo lo que es perfecto, ya proceda su perfección de su naturaleza, ya del arte, o de ambas cosas a la vez, es lo menos expuesto a ser alterado por un agente exterior.
-Así parece.
-Ahora bien, la divinidad, y lo que a ella pertenece, es perfecta en todo sentido.
-¿Cómo no habría de serlo?
-Por lo tanto, la divinidad es lo que menos puede transformarse.
-Desde luego.

XX. -Pero ¿no será ella misma la que se cambie y transforme?
-En caso de hacerlo –contestó-, no cabe duda que será ella misma.
-¿Puede transformarse a sí misma para mejorar y embellecerse o para empeorar y afearse?
-Forzoso es que si cambia –respondió- sea para [c] empeorar, pues en modo alguno diríamos que la divinidad sea incompleta en belleza y en bondad.
-Tienes razón -asentí-. Y en ese caso, Adimanto, ¿crees que pueda haber alguien, ya Dios, ya sea hombre, que consienta en empeorarse voluntariamente bajo cualquier aspecto?
-Imposible -contestó.
-Será de igual modo imposible -dije yo- que un dios consienta en cambiar de forma. Me parece, por el contrario, que cada uno de los dioses, siendo tan bellos y tan buenos como puedan serlo, permanece, con simplicidad inmutable, en la forma que le es propia.
[d] -Forzoso es que así sea -dijo.
[…]
-Pues bien, en la acepción más estricta del vocablo, la verdadera mentira, como decía hace un momento, es la ignorancia que existe en el alma del engañado. Porque la mentira expresada con palabras no es sino un reflejo del estado del alma y una imagen que se produce a consecuencia de ello, [c] pero no una mentira absolutamente pura. ¿No es cierto?
-Sin duda alguna.
XXI. -Así, pues, la verdadera mentira no solo es detestada por los dioses, sino también por los hombres.
-De igual modo pienso.
-Pero, ¿qué decir de la mentira expresada en palabras? ¿Cuándo y para quién puede ser útil en forma que deje de merecer odio? ¿No podríamos utilizarla con los enemigos, y también con aquellos que llamamos amigos, cuando la demencia o cualquier perturbación los induce a proceder mal y nuestra mentira pudiera desviar sus propósitos? Y en la creación de fábulas de que hablábamos antes, ¿no la convertimos también en algo útil cuando, por no saber la verdad de los hechos, procuramos acercar en lo posible la mentira a la verdad?[18]
-Ciertamente -dijo.
-No obstante, ¿por cuál de estas razones será útil la mentira a un dios? ¿Acaso la ignorancia del pasado le induciría a dar a la mentira apariencias verdad?
-¡Sería ridículo pretenderlo!
-No cabe en un dios, por lo tanto, la manera de ser de un poeta mentiroso.
-No lo creo.
[e] -¿Podría utilizar la mentira por miedo de sus enemigos?
-De ningún modo.
-¿Y en caso de locura o perturbación de sus amigos?
-Ningún demente ni perturbado -dijo- es amigo de los dioses.
-Por lo tanto, no hay razón alguna para que un dios mienta.
-No lo hay.
-Por consiguiente, todo espíritu superior y divino es absolutamente incapaz de mentira.
-Absolutamente –asintió.
-La divinidad, pues, es absolutamente simple y veraz en sus acciones y palabras, y no cambia por sí misma ni engaña a los demás mediante fantasmas o voces o señales que pudiera enviarles, ya se hallen despiertos o soñando.
[383 a] –Me has persuadido de ello –dijo.
-¿Apruebas, pues, que la segunda norma que debe regir las narraciones y composiciones poéticas acerca de los dioses nos prohiba representarlos como hechiceros que cambian de forma y nos extravían con mentiras en palabras o en acciones?
-La apruebo -dijo.
-En consecuencia, aunque elogiamos muchos pasajes de Homero, no habremos de elogiar aquel en que nos dice que Zeus inspiró un sueño a Agamenón, ni el pasaje de Esquilo en que Tetis recuerda que Apolo cantando en sus bodas, le predijo una dichosa fecundidad, e hijos destinados a “una vida prolongada y libre de enfermedades”.
Y después de anunciar todo esto, en honor de mi destino caro a los dioses, entonó el peán, llenando mi espíritu de regocijo.
No imaginaba yo que pudiera salir mentira de la divina boca de Febo, fuente de las artes proféticas.
Pero él, que cantó y asistió al banquete de más bodas, que tales cosas me predijo, es el mismo que ha matado a mi hijo.
[e] Cuando alguien hable así de los dioses, nos irritaremos con él y no le concederemos el coro, y no permitiremos que los maestros utilicen sus ficciones para educar a los jóvenes, si queremos que los guardianes sean piadosos y semejantes a los dioses, en tanto que la naturaleza humana lo permita.
-Por mi parte -afirmó- estoy en todo de acuerdo con estas reglas y dispuesto a considerarlas leyes.

LIBRO III

[386 a] I. -Éstas son -dije- las normas de las narraciones sobre los dioses que, según nuestro parecer, conviene que oigan o no oigan desde la infancia los que han de honrar a esos mismos dioses y a sus padres y apreciar sobremanera la amistad.
-Y creo que podemos considerarlas acertadas -afirmó.
-Ahora bien, si queremos que sean valerosos ¿no será preciso decirles cosas que contribuyan en lo posible a hacerles perder el temor a la muerte? ¿O crees tú que el hombre puede llegar a ser valiente cuando abriga ese temor?
-¡Por Zeus! -exclamó- no lo creo.
-¿Pues qué? ¿Piensas tú que un hombre que cree en el Hades y en el horror que allí reina no tenga [b] miedo de la muerte y que pueda preferirla en los combates a la derrota y la esclavitud?
-De ningún modo.
-Será pues necesario, me parece, vigilar a las que cuentan esta clase de fábulas y recomendarles que traten de alabar al Hades, en vez de denigrarlo, pues sus relatos no son verdaderos ni adecuados para inspirar confianza a los futuros combatientes.
[c] -Desde luego -contestó.
-Por lo tanto -dije- tendremos que borrar, comenzando por los versos siguientes, todos los similares a ellos:
“Prefería trabajar la tierra y ser esclavo de otro hombre, aunque éste fuera pobre y llevara una vida estrecha, a reinar sobre todos los muertos.”
Y éstos:
“... se mostrara a mortales e inmortales la morada sombría y horrible que los dioses mismos temen”.
Y éstos:
“¡Oh dolor! El alma y su imagen perduran en las moradas del Hades, pero privadas de todo entendimiento”
Y éste:
“Él solo conserva la razón; los demás son sombras errantes”.
Y también:
“El alma voló de su cuerpo y marchó al Hades, deplorando su destino y perdiendo su vigor y juventud”.
[387 a] Y estos otros:
“El alma bajo tierra como el humo, desapareció lanzando gritos angustiosos.”
Y asimismo:
“Como los murciélagos, que en el fondo de un antro revolotean dando chillidos cuando uno de ellos se ha desprendido de la hilera aferrada a la roca, y vuelven a unirse unos con otros, así ellas huyen en grupo, lanzando gritos penetrantes”
[b] -Rogaremos a Homero y a los demás poetas no tomen a mal que suprimamos estos pasajes y cuantos se les asemejen, no porque carezcan de valor poético y sean desagradables al oído, sino porque en razón misma de su gran valor poético, tanto menos deben ser oídos por niños y adultos que han de vivir libres y temer la esclavitud más que la muerte.
-Estoy completamente de acuerdo contigo.

II. -De igual modo debemos eliminar todos los nombres odiosos y terroríficos que hacen estremecer a quienes los escuchan: “el Cocito”, “la Estige”, “los subterráneos”, “los espíritus” y todas las denominaciones de este mismo género. Quizá puedan ser útiles con otro fin, pero nosotros tomemos que el espanto que inspiran enfríe y haga decaer el valor de nuestros guardianes.
-Es un temor bien fundado -dijo.
-¿Es preciso pues suprimirlos?
-Sí.
-¿Y habrá que reemplazarlos tanto en la prosa como en la poesía por expresiones absolutamente opuestas?
-Sin duda.
[d] ¿Suprimiremos también las quejas y los lamentos que a veces se ponen en boca de hombres insignes?
-Me parece -respondió- una consecuencia necesaria de lo anterior.
-Veamos antes -observé- si esta supresión es razonable o no. Admitimos que un hombre virtuoso no considere como un terrible mal la muerte de otro hombre virtuoso que es su amigo.
-En efecto, podemos admitirlo.
-No llorará, pues, sobre su cadáver como si hubiera sufrido algo terrible.
-No, ciertamente.
-Admitimos también, que un hombre de esta condición puede bastarse a sí mismo para ser feliz y [e] que tiene sobre los demás la ventaja de necesitar menos que nadie de los otros.
-Es verdad -dijo.
-Luego, para él será menos dolorosa la pérdida de un hijo, de un hermano, de la riqueza o de cualquier otro bien semejante.
-Menos, ciertamente.
-Será, pues, el que menos se lamenta y el que porta con mayor resignación las desgracias que pueden ocurrirle.
-Desde luego.
-Tendremos, pues, razón de suprimir en boca de los hombres ilustres los lamentos, y dejarlos a las mujeres, y ni siquiera a todas, sino a las muy vulgares, y a los hombres cobardes, con el fin de que aquellos destinados a la custodia del país menosprecien semejantes debilidades.
-Es razonable -asintió.
-De nuevo, pues, pediremos a Homero y a los demás poetas que no representen a Aquiles, hijo de una diosa,
[b] “tendido, ya sobre un costado, ya boca arriba, ya boca abajo,
y levantándose después para vagar agitado por la orilla estéril del mar
tomando a dos manos el negro polvo
y cubriéndose con él la cabeza”
ni llorando y quejándose como en diversas circunstancias y formas lo representó, ni a Príamo, rey casi igual a los dioses, implorando y
“arrastrándose por el lodo,
mientras llamaba a cada uno de sus hombres por su nombre.”

Y con mayor insistencia les suplicaremos que no represente a los dioses lamentándose y exclamando:
[c] “¡Ay, desdichado de mí! ¡Ay de mí, por desgracia madre de un héroe.”
Y si de tal manera representan a los dioses, que por lo menos no se atrevan a atribuir al más grande de todos ellos un lenguaje tan injusto como éste:
“..¡Ay! Es un hombre para mí querido el que veo con mis propios ojos
que persiguen en torno a la polis, y mi corazón sufre por ello.”

O bien:.
“..¡Ay, ay de mí! El destino ha determinado que Sarpedón, el más querido de los hombres,
perezca a manos de Patroclo Menecíada.”

[d] III. -Si los jóvenes, querido Adimanto, toman en serio estos relatos, en vez de burlarse de ellos como fábulas indignas de los dioses, difícil les será creerlas indignas de sí mismos, puesto que después de todo no son más que hombres, y avergonzarse de hacer o decir algo semejante; antes bien, se entregarán, sin vergüenza y sin valor, a los lamentos y a las lágrimas.
[e] -Nada más cierto que lo que dices -respondió.
-Pues bien, no debe ser así, como lo demuestran las razones expuestas, y debemos atenernos a ellas mientras no encontremos otras mejores.
-En efecto, no debe ser así.
-Tampoco conviene que nuestros jóvenes sean propensos a la risa. Una risa violenta trae generalmente consigo una violenta alteración del ánimo.
-Así me parece –dijo.
[389 a] –Es pues inadmisible presentar a hombres dignos de respeto dominados por la risa, y mucho menos a los dioses.
-Mucho menos –afirmó.
-No aprobaremos, por lo tanto, aquel pasaje de Homero en que dice:
“Y una risa incontenible estalló entre los dioses bienaventurados
cuando vieron a Hefesto andar apresurado por la sala”.

-Según tu razonamiento, es imposible aprobarlo.
-¡Mi razonamiento! –exclamó-. Si quieres endosármelo, así sea. En todo caso, es imposible aprobarlo.
-Pero la verdad tiene también derecho a nuestra [b] consideración. Porque si no nos hemos equivocado hace un momento, si la mentira es realmente inútil para los dioses pero puede ser útil para los hombres como una especie de remedio, es evidente que tal remedio debe ser prescrito por los médicos, y que los profanos no habrán de utilizarlo.
-Es evidente –dijo.
-Será, pues, lícito el ejercicio de la mentira a los gobernantes de la polis, quienes podrán utilizarla para engañar a los enemigos o a los ciudadanos, en beneficio de la polis misma; nadie más podrá emplear la mentira. Y el particular que engaña a [c] los gobernantes es tanto o más culpable que el enfermo que engaña a su médico, o el atleta que oculta a su profesor de gimnasta las afecciones corporales que padece, o el marino que no informa al piloto sobre el estado de la nave y de la tripulación, o le oculta lo que hacen él o cualquiera de sus compañeros.
-Muy cierto -dijo.
-Por lo tanto, si el gobernante sorprende en flagrante delito de mentira a cualquier habitante de la polis, ya sea de
“la clase de los artesanos,
o adivino, curador de males o trabajador de maderas.”

[d] lo castigará por introducir en la polis una práctica tan perniciosa como puede serlo en una nave.
-Por lo menos –aclaró-, si los actos correspondiesen a las palabras.
[e] -¿Y la templanza? –pregunté- ¿No será también necesaria a nuestros jóvenes?
-Desde luego.
-Para la mayoría de los hombres ¿no consiste principalmente la templanza en ser sumisos con quienes los gobiernan y saber dominarse en los placeres de la bebida, del amor y de la mesa?
-Así me parece.
-Diremos, pues, que son justas las palabras que pone Homero en boca de Diomedes:
“Amigo, siéntate en silencio y sigue mis consejos”
y el pasaje que viene a continuación:
“los aqueos, llenos de coraje,
marchaban en silencio demostrando a sus jefes un respetuoso temor”.

y cuantos haya semejantes a éstos.
-Muy bien.
-¿Pero habremos de aprobar el siguiente:
“Borracho, que tienes ojos d e perro y corazón de ciervo”.
[390 a] y los que vienen después, y cuantos otros, en prosa o en verso, en que un particular habla a sus jefes con insolencia?
-No, sin duda.
-En efecto, no creo yo que esas palabras infundan templanza a los jóvenes que las escuchan, aunque no es extraño que les proporcionen algún deleite.
-¿Qué te parece a ti?
-Lo mismo -contestó.

IV. -¿Y qué? Presentar al más sabio de los hombres diciendo que nada le parece más hermoso que [b] estar junto a
“las mesas colmadas de pan y manjares, y al escanciador que echa el vino de la crátera en las copas”
¿te parece apropiado para inducir a un joven a la templanza? ¿Y qué opinas de este pasaje:
“La muerte por hambre es la más triste de todas”?
¿O cuando Zeus, que velaba en medio de los dioses y los hombres, olvida súbitamente todos los [c] proyectos que había meditado porque el deseo amoroso se apodera de él, y contemplar a Hera lo trastorna de tal modo que no tiene ni paciencia para volver al aposento, sino que quiere unirse con ella allí mismo, en el suelo, y le declara que nunca la había deseado con tanto ardor, ni siquiera cuando se vieron por primera vez, “sin que sus queridos padres lo supieran”, o cuando Ares y Afrodita, a causa de motivos semejantes son encadenados por Hefesto?
-¡Por Zeus! -respondió-, no me parece apropiado.
-En cambio -agregué-, cuando los hombres ilustres exhiben en sus palabras o en sus actos una firmeza a toda prueba, debemos admirar y oír lo que de ellos se diga, como en estos versos:
“Y golpeándose el pecho, respondió a su corazón en los siguientes términos:
-¡Valor, oh corazón mío! Has soportado ya otros males más terribles.”

-Indudablemente -dijo.
-Tampoco debemos tolerar que nuestros hombres sean venales ni amigos de riquezas.
[e] –De ninguna manera.
-Ni conviene que se cante delante de ellos:
“Los dones hacen propicios a los dioses y a los augustos reyes”.
ni que se alabe a Fénix, el preceptor de Aquiles, como si justamente le aconsejara que socorriera a los aqueos si éstos le hacían regalos, pero que en caso contrario no depusiera su cólera. Nos negamos a creer y a declarar que Aquiles fuera codicioso hasta el extremo de aceptar regalos de Agamenón y de no acceder a entregar un cadáver hasta después de haber recibido el rescate.
[391 a] -Es verdad -dijo-, no es justo alabar tales hechos.
-No me atrevo –proseguí- por respeto a Homero, a decir que sea una impiedad atribuir a Aquiles semejantes actos, o dar crédito a sus acusadores; tampoco hemos de creer que haya dicho a Apolo:
“Me engañaste, poderoso arquero, el más funesto de todos los dioses.
Me vengaría de ti, si estuviera en mi poder hacerlo.”

[b] ni que se haya negado a obedecer al río y estuviera dispuesto a combatirlo, siendo éste un dios, ni que haya dicho de su cabellera, ya consagrada al otro río, el Esperqueo: “Quisiera ofrecer mi cabellera al héroe Patroclo” que estaba muerto. No es posible admitir que lo hiciera. Negaremos que haya arrastrado el cadáver de Héctor alrededor de la tumba de Patroclo, y que haya degollado y quemado a los cautivos en la hoguera. Sostendremos que todo ello es falso, y no hemos de consentir que nuestros jóvenes crean que Aquiles, hijo de una diosa y del muy virtuoso Peleo, varón éste descendiente de Zeus en tercer grado y discípulo del sapientísimo Quilón, fuera de tan perturbado espíritu que reuniera en él dos aberraciones contradictorias: una miserable avaricia y un orgullo insultante para los dioses y los hombres.
-Tienes razón -dijo.

[...] Ya hemos considerado lo que es adecuado decir sobre los dioses, los démones[19], los héroes y el Hades.
-Efectivamente.
-¿No queda por determinar lo que es adecuado decir: acerca de los hombres?
-Sin duda.
-Pero de momento, querido amigo, nos es imposible fijar normas al respecto.
-¿Por 4ué?
[b] -Porque pienso que llegaríamos a la conclusión de que los poetas y los prosistas se engañan en las cosas de mayor importancia con respecto a los hombres, cuando sostienen que hay muchos injustos que son felices y justos desgraciados, que la injusticia es útil, mientras pase inadvertida, en tanto que la justicia es un bien para los demás, pero un mal para el que la practica. Les prohibiremos que afirmen semejantes cosas y ordenaremos que digan, tanto en prosa como en verso, todo lo contrario, ¿no te parece?
-Estoy convencido de ello -respondió.
-Pero si convienes en que tengo razón, deduciré que también estás de acuerdo conmigo en lo que venimos buscando desde hace tanto tiempo.
-Tu observacíón es justa -dijo.
[e] -Esperemos entonces, para establecer de qué manera debemos hablar sobre los hombres, a que hayamos descubierto la naturaleza de la justicia, y si es beneficiosa en sí para quien la practique, ya sea que Este parezca o no parezca justo a los demás.
-Muy bien –dijo.

VI. –Pongamos, pues, fin a lo concerniente a los temas. Examinemos ahora lo que al estilo se refiere, y así habremos tratado de manera completa lo que ha hay que decir y cómo hay que decirlo.
Entonces intervino Adimanto:
-No comprendo lo que quieres decir.
[d] –Puede ser -respondí- que lo veas mejor de la siguiente manera, porque es indispensable que lo entiendas. Cuanto dicen los fabulistas y los poetas, ¿no es una narración de cosas pasadas, presentes o futuras?
-¿Qué podría ser sino eso? -dijo.
-¿Y no emplean la narración simple, o la imitativa, o ambas a la vez?
-Ahora también te ruego -contestó- que te expliques más claramente.
-¡Debo ser un maestro ridículo y oscuro -exclamé-. Para hacerte comprender lo que quiero decir, seguiré el método de aquellos que no saben [e] explicarse, tomando una parte de la cuestión en vez de abarcarla en su generalidad. Dime, ¿recuerdas los primeros versos de la Ilíada, en que el poeta cuenta que Crises rogó a Agamenón que le [393 a] devolviera a su hija, y que éste se negó a ello con violencia y que entonces Crises, al ver rechazado su pedido, invocó al dios contra los aqueos?
-Sí.
-Entonces sabes que hasta estos versos:
“Y conjuró a todos los aqueos,
y sobre todo a los dos Atridas, ordenadores de pueblos”

el poeta habla en su nombre y no trata de hacernos [b] creer que sea otro el que habla y no él. Pero después le cede la palabra a Crises y trata de hacernos creer que no es Homero quien habla sino el anciano sacerdote. Y en esta forma poco o menos ha compuesto toda la narración de los sucesos ocurridos en Ilión, en Ítaca y en toda la Odisea.
-Es cierto –dijo.
-Pues bien, ya sea el poeta quien hable o haga hablar a los demás, ¿lo que se cuenta no es siempre un relato?
-Desde luego.
[c] –Mas cuando habla en nombre de otro, ¿no trata de adaptarse en todo lo posible al lenguaje de aquel cuyo discurso anuncia?
-Así diremos. ¿Qué otra cosa cabe?
-Ahora bien, adaptarse a los gestos o a las palabras de otro ¿no es acaso imitarlo?
-¿Qué otra cosa ha de ser?
-Por lo tanto, en este caso, las narraciones de Homero y de los demás poetas son imitativas.
-Efectivamente.
-Por el contrario, sí el poeta no se encubre bajo [d] otro nombre, toda su composición y todos sus relatos no serán imitativos. Y, para que no digas que tampoco me comprendes, voy a explicártelo. Si Homero, después de haber dicho que Crises se presentó, con el dinero del rescate de su hija, a suplicar a los aqueos y sobre todo a los dos reyes, no hubiera continuado la narración como si él fuera Crises, sino siempre como Homero, no habría sido aquélla una narración imitativa, sino una narración simple. He aquí aproximadamente la forma que le hubiera dado, y me serviré de la prosa porque no soy poeta: “Llegó el sacerdote y suplicó a los dioses que permitieran a los aqueos apoderarse de Troya y les concediesen un regreso feliz. Pidió también, invocando el nombre del dios, que aceptaran un rescate y le devolvieran a su hija. Cuando hubo terminado de hablar, los demás acogieron sus palabras con respetuosa deferencia, pero Agamenón se indignó, ordenándole que se retirase en seguida y no volviera más, porque su cetro y las cintillas del dios no le serían de ningún recurso. Y añadió que la hija no le sería entregada antes de que hubiera envejecido con él en Argos. En fin, le dio de nuevo orden de que se retirara y no lo fastidiaría más, si quería llegar sano y salvo a su casa. El anciano, [394 a] temeroso se alejó en silencio, pero una vez lejos del campamento elevó a Apolo una fervorosa oración, invocándolo por todos los nombres divinos y recordándole todo lo que había hecho por agradarle, los templos que había levantado y las víctimas que había inmolado en su honor. En gracias a [b] ello le suplicaba que lanzara sus dardos contra los aqueos, haciéndoles expiar las lágrimas que derramaba”. He aquí, amigo mío, una simple narración no imitativa.
-Ahora comprendo -dijo.

VII. -También comprenderás –agregué- que hay una especie de narración que se opone a ésta, y es aquella en que el poeta suprime todo dice por su cuenta en los discursos de los personajes dejando solamente el diálogo.
-También me doy cuenta de ello -dijo-. Es el estilo propio de la tragedia.
-Muy acertada es tu observación -dije-. Ahora creo haberte hecho ver claramente lo que no comprendías al principio, a saber que la poesía y la ficción [c] en prosa comportan una especie completamente imitativa, o sea, como tú lo has dicho, la comedia y la tragedia; la segunda especie es el relato del poeta mismo, y la encontrarás principalmente en los ditirambos; la tercera, mezcla de las dos anteriores, se emplea en los poemas épicos y en muchos otros géneros. ¿Me entiendes bien?
-Ahora entiendo -respondió- lo que querías decir antes.
-Recuerda también que antes tratamos de lo que se debe decir, y que aún nos quedaba por examinar cómo hay que decirlo.
-Lo recuerdo.
[d] -Ahora bien, quería precisamente decirte que nos era necesario decidir si habíamos de dejar a los poetas en libertad de usar el estilo puramente imitativo, o permitirles imitar algunas cosas y otras no y reglamentar qué cosas, según los casos, o prohibirles por completo el estilo imitativo.
-Supongo -replicó- que tratas de examinar si debemos admitir o no la comedia y la tragedia en la polis.
-Quizá -dije-, quizá debamos examinar cosas más importantes. Por ahora, ni yo lo sé todavía. De todos modos, hemos de ir adondequiera nos lleva el soplo de la razón.
-Dices bien –afirmó.
[e] –Examina ahora, querido Adimanto, si nuestros guardianes deben ser imitadores o no. ¿No deduces tú, de lo que antes hemos dicho, que cada cual sólo puede practicar bien un oficio y no varios, y que si intenta dedicarse a muchos fracasará en todos, o a lo menos no alcanzará en ninguno reputación?
-¿Cómo no habría de ser así?
-¿No sucede lo mismo con la imitación? Es decir, una misma persona no puede imitar varias cosas tan bien como una sola cosa.
-Desde luego.
[395 a] -Mucho menos podrá llenar funciones importantes y ser un hábil imitador de muchas cosas, cuanto que ni siquiera dos imitaciones que parecen tan cercanas entre sí, como la tragedia y la comedia, pueden ser practicadas a la perfección por la misma persona. ¿No las llamabas, hace un momento, imitaciones a las dos?
-Sí, y tienes razón en decir que no se puede practicarlas a la vez con la misma perfección.
-Tampoco se puede ser a la vez rapsoda y actor.
-Es verdad.
[b] -Y hasta la tragedia y la comedia exigen actores diferentes. Sin embargo, ambas son imitaciones ¿no es así?
-Lo son.
-De igual modo me parece, Adimanto, que la naturaleza del hombre se halla dividida en aptitudes limitadas, de suerte que no puede imitar bien varias cosas o hacer las cosas mismas que reproduce por imitación.
-Nada más exacto -dijo.

VIII -Si nos atenemos, pues, al principio que establecimos al comienzo, o sea que nuestros guardianes deben entregarse por completo y sin reservas [c] a defender la libertad de la polis, despreocupándose de todo cuanto no se refiera a ello, no será posible que hagan o imiten ninguna otra cosa. Y en caso de que imiten algo, será preciso que imiten desde la infancia aquellas cualidades que les conviene adquirir, la valentía, la prudencia, la piedad, la magnanimidad y otras semejantes, pero que no empleen su habilidad en imitar cosas innobles, ni vicios vergonzosos, no sea que la imitación los induzca a ser en la realidad aquello que imitan. [d] ¿No has observado que las imitaciones, cuando se las practica desde la infancia, modifican el carácter y la manera de ser, y llegan a cambiar el aspecto físico, la expresión y hasta la forma misma de pensar?
-Ciertamente –dijo.
[…]
[397 d]-¿Y no es por ello que nuestra polis es la única en que el zapatero sea exclusivamente zapatero y no piloto al mismo tiempo que zapatero, y el labrador, labrador, y no juez al mismo tiempo que labrador, y el soldado, soldado, y no comerciante al mismo tiempo que soldado, y así todos los demás?
-Es verdad -dijo.
[398 a] -De suerte que si un hombre capaz de adoptar todas las formas e imitarlo todo se presentara en nuestra polis para hacer escuchar sus poemas, le rendiríamos homenaje como a un ser divino, maravilloso, encantador, pero le diríamos que no hay en nuestra polis ningún hombre como él y que no puede haberlo, y lo enviaríamos a otra después de haber ungido con perfumes y coronado con cintas de lana su cabeza. Nosotros hemos menester de un [b] poeta o un narrador más austero y menos agradable, pero que sea útil a nuestro propósito y sólo imite la manera de ser y los modales de un hombre de bien, y que ciña su lenguaje a las normas que establecimos al principio, cuando empezamos a trazar un plan para educar a nuestros soldados.
-Sí –contestó- de tal manera procederíamos si estuviera en nosotros hacerlo.
-Me parece, querido amigo, que hemos estudiado por completo esa parte de la música que se relaciona con los discursos y las fábulas, puesto que hemos hablado de lo que hay que decir y de cómo hay que decirlo.
[…]
[401 b] XII. –¿Bastará vigilar a los poetas y obligarlos a que nos presenten en sus poemas modelos de buenas cualidades y de lo contrario, a que renuncien a la poesía entre nosotros, o deberemos vigilar también a los demás artistas para impedirles que imiten el vicio, la intemperancia, la vileza o la indecencia en la imagen que nos dan de los seres vivos en la arquitectura, o en cualquier otra clase de arte? Y en caso de que no sean capaces de adaptarse a lo que les pedimos, ¿no deberemos prohibirles que trabajen entre nosotros? ¿No deberemos temer en [c] efecto, que las imágenes del vicio influyan sobre nuestros guardianes, como si vivieran entre hierbas venenosas que recogieran y comieran todos los días, en dosis pequeñas, con lo cual, sin darse ellos cuenta, introducirían la corrupción en sus espíritus? Antes bien, ¿no será necesario buscar a los artistas naturalmente dotados para seguir las huellas de la belleza y de la gracia con el fin de que nuestros jóvenes, como los habitantes de una comarca saludable saquen provecho de todo y que de todas partes los efluvios de las obras hermosas acaricien sus ojos y sus oídos, a semejanza de la brisa de un clima [d] benigno que les aporta la salud, y los induzca desde la infancia a imitar, amar y sentirse en perfecto acuerdo con la bella razón?
-No podría educárselos mejor -respondió.
-Y si la música es la parte principal de la educación -proseguí-, ¿no es acaso, Glaucón, porque el ritmo y la armonía son especialmente aptos llegar a lo más hondo del alma, impresionarla fuertemente y embellecerla por la gracia que les es propia, siempre que esta educación se dé como conviene, pues de otra manera produciría efectos [e] contrarios? ¿No es éste también el motivo por cual un joven que ha recibido una educación musical conveniente percibe con claridad lo que hay de imperfecto y defectuoso en las obras del arte y de la naturaleza y mientras más le desagradan, mejor advierten y elogian la belleza que encuentra a su alrededor, dándole asilo en su alma y [402 a] nutriéndose de ella, por así decirlo, y haciéndose un hombre de bien? Al paso que sentirá desprecio y aversión por todo aquello en que observe fealdad, y esto le ocurrirá desde la edad más temprana, antes de poderse dar cuenta de ello por la razón. Y más adelante, cuando llegue al uso de la razón, ¿no habrá de acogerla con alegría porque la educación que ha recibido establecerá entre él y la razón un vínculo estrecho y familiar?
-En efecto –dijo-, tales son las ventajas que uno espera de la educación por la música.
-De igual modo –proseguí- cuando aprendimos a leer no nos hallábamos en disposición de hacerlo hasta no reconocer todas las letras, que son pocas, por cierto, y en todas sus combinaciones, y no [b] desdeñamos ninguna por considerarla innecesaria, aunque fuera grande o pequeña, sino que nos aplicamos a distinguirlas en todas las palabras, persuadidos de que no sabríamos leer hasta consiguiéramos...
-Es verdad.
-¿Y no es acaso verdad que si no conociéramos las letras en sí mismas tampoco podríamos reconocer su imagen reflejada en el agua o en un espejo, pues todo ello forma parte del mismo arte del mismo estudio?
-Sin duda alguna.
-De igual modo, ¡por los dioses!, ¿no podría yo decir que no llegaremos jamás a ser músicos, ni nosotros, ni los jóvenes guardianes que nos hemos [c] propuesto educar si en presencia de la templanza, de la valentía, de la generosidad y de las demás virtudes que con ellas se hermanan, así como de los vicios opuestos, no fuéramos capaces de reconocerlos en todas las combinaciones, en que aparecen, ellos o sus imágenes, sin desdeñar ninguno, sea cual fuere el lugar que ocupen, pequeño o grande, persuadidos de que forman parte del mismo arte y del mismo estudio?
-Es imposible decir otra cosa.
[d] –Por lo tanto –proseguí-, un hombre que reúne a la vez un hermoso carácter en su alma y en su exterior rasgos que se ajustan a su carácter y armonizan con él, porque participan del mismo modelo, ¿no será el más hermoso espectáculo para quien pueda contemplarlo?
-El más hermoso que pueda pedirse.
-¿Y no es lo más hermoso lo más amable?
-Sin duda.
-Entonces, el hombre educado en la música amará a los hombres que reúnen estas cualidades en todo lo posible, y no habrá de amarlos si advierte en ellos algo discordante.
[…]
-Pues bien –añadí-, ¿no te parece que podemos poner término a nuestra discusión sobre la música? Por lo menos acaba donde debe acabar, pues la música ha de tener por objeto el amor a la belleza.
-Estoy de acuerdo contigo –dijo.

XIII. -Después de la música, la educación gimnástica ha de formar a los jóvenes.
-Sin duda.
[d] -Es necesario, pues, que desde la infancia y durante el curso de su vida sean educados cuidadosamente por ella. He aquí, a mi juicio, el método que debe seguirse; examínalo conmigo y dime si compartes mi opinión. No creo que el cuerpo, por bien constituido que esté, domine por su perfección al alma buena; por el contrario, creo que el alma, cuando es buena, imprime al cuerpo, como un efecto de su propia excelencia, toda la perfección de que es capaz. ¿Qué opinas tú al respecto?
-Lo mismo que tú -respondió.
-¿No sería entonces suficiente, para no tener que extendernos en largas discusiones, que una vez cultivada el alma con el mayor esmero, le confiáramos [e] la tarea de educar al cuerpo, limitándonos nosotros a señalar las normas generales?
-Sin duda.
[…]
-¿Y no te parece igualmente vergonzoso –pregunté- tener que recurrir al médico, no ya por causa de heridas o de alguna enfermedad propia de la [d] estación, sino porque, a causa de la vida perezosa y del régimen muelle que antes condenamos, el cuerpo se llena de humores y de flatos, como si fueran aguas estancadas, obligando a los ingeniosos Asclepíadas[20] a idear para tales enfermedades los nombres de “flatulencias” y “catarros”[21]?
-Por cierto -dijo-, ¡qué nombres de enfermedades tan extraños y absurdos!
-No creo que existieran en tiempos de Asclepio –dije-. Y baso mi conjetura en lo siguiente: cuando Euripilo fue herido en Troya, una mujer le dio vino de Pramno, espolvoreado con abundante harina de cebada y queso rallado; aunque esta bebida me parece de efectos inflamatorios, los hijos de [e] Asclepio no se lo echaron en cara ni tampoco censuraron el remedio de Patroclo.
[406 a] -Pues era, en verdad, un extraño brebaje para un hombre en ese estado -asintió.
-No es extraño -repliqué- si tienes en cuenta que los Asclepíadas, según dicen, no practicaban la medicina actual o sea la terapéutica pedagógica[22] de las enfermedades, hasta los tiempos de Heródico. Heródico era un maestro de gimnasia; cuando perdió la salud, combinó la gimnasia con la medicina, lo cual le sirvió para atormentarse a él [b] mismo en primer término y a muchos otros después de él.
-¿Cómo? -preguntó.
-Procurándose una muerte lenta -contesté--. Como no era capaz de curarse porque su enfermedad, supongo, era mortal, se empeñó en seguirla paso a paso en su evolución, descuidándolo todo por atenderla, y por poco que se apartase de su régimen estaba devorado de inquietudes. Así llegó a la vejez, muriendo lentamente por culpa de su ciencia. -¡Vaya el servicio que le prestó! -exclamó.
[c] -Y lo tenía bien merecido -continué- por no comprender que Asclepio no trasmitió a sus descendientes este método de tratar las enfermedades por ignorancia o falta de experiencia, sino porque sabía que en una polis bien administrada cada ciudadano tiene una tarea que debe cumplir obligatoriamente y que nadie puede pasarse la vida enfermo dedicándose exclusivamente a cuidarse. Es ridículo que percibamos este abuso cuando se trata de artesanos y no lo advirtamos en la gente rica y que se considera feliz.
-¿Cómo? -preguntó.

[d] XV. -Cuando se enferma un carpintero -repliqué- pide al médico que le dé un vomitivo, o una purga, o le haga una cauterización o una incisión que lo libre de su mal. Pero si el médico le prescribiera un largo régimen, obligándolo a cubrirse la cabeza con gorros de lana y dándole otros remedios semejantes, le contestará de inmediato que no tiene tiempo para estar enfermo y que para él no significa ninguna ventaja vivir de esa manera, dedicándose exclusivamente a su enfermedad y abandonando el trabajo que tiene por delante, y no [e] tardará en despedir al médico y, volviendo a su modo acostumbrado de vivir, recobrará la salud y continuará con su trabajo; o bien, si no es de constitución bastante vigorosa para vencer la enfermedad, la muerte lo librará de sus preocupaciones.
-Tal es -dijo- la medicina que mejor conviene un hombre de esa condición.
-¿Y por qué? -pregunté-. ¿No es porque tiene una ocupación que debe ejercer y sin la cual no puede vivir?
[407 a] -Sin duda -contestó.
-Mientras que del rico podemos decir que no tiene una ocupación determinada, cuya privación forzosa le impida seguir viviendo.
-Así se dice, en efecto.
-¿No recuerdas -pregunté- lo que dice Focílides acerca de que es necesario practicar la virtud cuando uno tiene ya de qué vivir?
-Pienso -contestó- que es necesario practicarla aun desde antes de tener con qué vivir.
-No discutamos -dije- la verdad de esta máxima, pero examinemos por nosotros mismos si debe el rico practicar la virtud y si le es imposible vivir cuando no la practica, o si el cuidado de sus enfermedades, [b] que impide al carpintero y a los demás artesanos ocuparse de su oficio, no impide también al rico cumplir con el precepto de Focílides.
-¡Se lo impide, por Zeus! –exclamó-. Me atrevo a decir que nada le opone mayores obstáculos que este cuidado excesivo del cuerpo que va más allá de la simple gimnasia. Y es asimismo un obstáculo para la administración de una casa, los asuntos guerra y el buen desempeño de los empleos civiles en la polis.
-Pero su mayor inconveniente es ser incompatible con toda clase de estudios, reflexiones y [c] meditaciones, pues se teme continuamente sufrir dolores de cabeza y vértigos, cuya causa se atribuye a la filosofía, de modo que opone un obstáculo insuperable al ejercido y la manifestación de la virtud, pues hace que uno crea estar siempre enfermo y que no deje de angustiarse por el cuerpo.
-Es natural –dijo.
-¿Y no podemos decir que tales fueron las razones que determinaron a Asclepio a no prescribir tratamientos [d] sino para aquellos que, teniendo una buena constitución y llevando una vida frugal, contraen una enfermedad pasajera, y a quienes curó por medio de pociones e incisiones, sin alterarles el régimen acostumbrado de vida, mientras que a los individuos grave y crónicamente enfermos no trató de prolongarles la vida y los sufrimientos con un régimen de continuas evacuaciones e infusiones, poniéndolos en situación de tener descendientes que [e] probablemente se les asemejarían, y que su creencia fue la de que no debía tratarse a los que no podían llevar una vida normal, pues el tratamiento sería inútil para ellos mismos y para la sociedad?
-A juzgar por tus palabras, Asclepio era un buen político -observó.
-Es evidente que lo era -repliqué-. ¿No ves tú [408 a] cómo sus hijos, mientras demostraban ser tan valientes en la guerra de Troya, ejercían la medicina en el sentido que acabo de exponer? ¿No recuerdas que cuando Menelao fue herido por Pándaro con una flecha “le chuparon la sangre de la herida y le aplicaron encima remedios y calmantes”[23],
sin prescribirle lo que debía comer o beber, como lo habían hecho también Euripilo, considerando que los remedios bastaban para curar a los guerreros que antes de recibir sus heridas llevaban una [b] vida moderada y tenían una constitución sana, aunque en el momento mismo hubiesen tomado el brebaje de que antes hablamos? En cuanto a aquellos que eran constitucionalmente enfermos y llevaban una vida desordenada, no pensaban que prolongarles la vida conviniera, ni para ellos, ni para los demás, ni que el arte de la medicina hubiese sido creado para ellos, ni que debía atendérseles, aunque fueran más ricos que Midas[24].
-¡Muy útiles, según dices, eran los hijos de Asclepio! -exclamó.

XVI. -Como conviene serlo –respondí-. Sin embargo, los trágicos y Píndaro[25], apartándose de [c] nuestra opinión, dicen que Asclepio era hijo de Apolo y que se avino por dinero a curar a un hombre rico atacado por una enfermedad mortal, y que por ese motivo fue fulminado por el rayo. Nosotros, según lo dicho antes, no habremos de creer estas dos afirmaciones y replicaremos que “si era hijo de un dios no pudo ser codicioso; o que si era codicioso, no pudo ser hijo de un dios”.
-Muy cierto -contestó-. Pero ¿qué dices a esto Sócrates? ¿No necesita la polis de buenos médicos? ¿Y no serán los buenos médicos los que han tratado a mayor número de personas, sanas y [d] enfermas, de igual modo que los buenos jueces son aquellos que han tenido que habérselas con toda clase de caracteres?
-En efecto, estoy de acuerdo en que necesitamos de buenos médicos y de buenos jueces. Pero ¿sabes a quiénes tengo por tales?
-Si tú me lo dices -contestó.
-Trataré de hacerlo -repliqué-, aunque tú hayas incluido en la pregunta dos cuestiones distintas.
-¿Cómo? -dijo.
-Los más hábiles médicos -respondí- serán los que se hayan dedicado desde una edad temprana al ejercicio de su arte, familiarizándose con el mayor número de cuerpos y con los más enfermizos y que, [e] no siendo ellos mismos de constitución muy sana, hayan sido víctimas de toda clase de enfermedades. Porque no es, creo yo, con el cuerpo con lo que curan el cuerpo -en ese caso no sería posible que estuviesen o que hubiesen estado enfermos-, sino con el alma, y el alma enferma, o que se enferma, no puede curar ningún mal, sea cual fuere.
-Es muy exacto -dijo.
[409 a] -Pero el juez, amigo mío, gobierna con su alma el alma de los demás, y no conviene que la suya viva desde la juventud en relación con las almas perversas, ni que haya cometido toda suerte de crímenes con el fin de que pueda rápidamente conjeturar, basándose en su propia experiencia, los crímenes de los demás, así como el médico diagnostica las enfermedades ajenas basándose en las suyas. Es necesario, antes bien, que se haya mantenido desde la juventud inocente y alejado del vicio al queremos que discierna con un criterio sano, y gracias a su propia honestidad, lo que es justo. Por eso las personas de bien son sencillas en su [b] juventud y se dejan fácilmente engañar por los malos; no reconocen en sí mismas los sentimientos que anida en el corazón de los hombres perversos. -Sí -dijo-, suelen engañarlas con frecuencia.
-Por eso -continué- el buen juez no debe ser un hombre joven; es necesario que sea un anciano y que haya llegado con el tiempo a saber lo que es la injusticia, no por tenerla arraigada en su [c] alma como un vicio personal, sino por haberla estudiado largamente como un vicio ajeno en el alma de los demás y que así llegue a saber con exactitud de qué mal se trata, pero no por su propia experiencia.
-Un juez de esa condición -dijo- parece sin duda el más noble.
-Y será el buen juez que tu reclamabas -añadí-, porque el que tiene el alma buena es bueno. Por lo contrario, el hombre hábil para sospechar rápidamente lo malo, que habiendo cometido muchas injusticias se cree astuto e inteligente, cuando está en relación con hombres semejantes a él da prueba de una clarividencia superior, porque ve la imagen de aquéllos en su propia conciencia. En [d] cambio, cuando se encuentra con personas de bien y de edad avanzada, se comporta neciamente por su injustificada desconfianza y su ignorancia de la rectitud, de la cual no tiene en sí mismo un modelo. Pero como tiene más trato con los perversos que con los hombres de bien, no pasa por ignorante, sino por apto ante sus propios ojos y ante los ojos de los demás.
-Es muy exacto -afirmó.

XVII. -Por lo tanto -dije-, el juez que necesitamos, el juez sabio y bueno, no será como éste sino como el primero. Porque la maldad no podría conocerse [e] al mismo tiempo a sí misma y a la virtud, en tanto que la virtud, ayudada por la educación, que esclarece la naturaleza, llegará con el correr de los años a un conocimiento simultáneo de sí misma y de la maldad. Por lo tanto, según mi parecer, el hombre virtuoso, y no el perverso, puede llegar a ser sabio.
-Es también mi parecer -dijo.
-Así pues, ¿no establecerás en la polis, junto a [410 a] esta clase de justicia, una medicina como la que hemos definido, para que ambas cuiden de los ciudadanos naturalmente bien constituidos de cuerpo y alma? Y en cuanto a aquellos que sean enfermizos por naturaleza e incurables, se los dejará morir, y los ciudadanos mismos condenarán a muerte a los que tengan un alma perversa e incorregible.
-Indudablemente -dijo-, es la mejor solución, para esos desgraciados y para la polis.
-En cuanto a los jóvenes -proseguí-, se conducirán de tal modo que no tendrán necesidad de recurrir a la justicia, si practican aquella música sencilla que, según dijimos, engendra la templanza.
-En efecto -dijo.
[b] -Y ateniéndonos a las mismas normas, el educado en la música que se dedique a la gimnasia, ¿no llegará si se lo propone, a prescindir de la medicina fuera de los casos de absoluta necesidad?
-Me parece que sí.
-En los ejercicios gimnásticos y en las fatigas que se imponga tendrá en mira, más que a aumentar su fuerza física, el desarrollo de su fuerza moral. Lejos de imitar a los atletas, no seguirá un régimen ni hará esfuerzos penosos con el propósito exclusivo de hacerse más fuerte.
-Tienes mucha razón -dijo.
[c] -¿No es cierto, Glaucón -pregunté-, que la educación basada en la música y la gimnasia no se propone, como imaginan muchos, formar con la una el alma y con la otra el cuerpo?
-Qué otra finalidad podrían tener?
-Es posible –contesté- que una y otra hayan sido establecidas para formar principalmente el alma.
-¿Cómo?
-¿No has observado -pregunté- el carácter de los que practican asiduamente la gimnasia, sin preocuparse por la música, y el carácter de los que hacen lo contrario?
[d] ¿A qué carácter te refieres? -dijo.
-A la ferocidad y dureza de los unos, y a la blandura e indolencia de los otros -expliqué.
-Efectivamente -dijo-, he observado que los que practican exclusivamente la gimnasia se vuelven más ásperos de lo que sería menester, y los que sólo cultivan la música adquieren una blandura excesiva.
-En verdad -proseguí-, esa aspereza puede provenir de una fogosidad natural que bien educada, se convertiría en valentía, pero que llevada demasiado lejos conduce, como es natural a una intratable dureza.
[e] –Lo creo –dijo.
-¿Y no proviene la blandura de un carácter filosófico que llevado demasiado lejos, se convierte en indolencia, pero que bien educado, conduce a una prudente mansedumbre?
-Así es.
-Pues bien, nosotros decíamos que los guardianes deben reunir en su naturaleza estos dos caracteres.
-En efecto, deben reunirlos.
-Será preciso encontrar el medio de poner en armonía el uno con el otro.
-Desde luego.
[411 a] -Esa armonía hace el alma templada y valerosa a la vez.
-Sin duda.
-Y el desacuerdo entre los dos la torna cobarde y grosera.
-Ciertamente.

XVIII. -Pues bien, cuando un hombre se entrega a la música, hechizado por los sones de la flauta y deja que por el canal del oído penetren en su alma las armonías suaves, indolentes y lastimeras de que hablábamos hace un momento, y pasa la vida tarareando y saboreando los goces del canto, no tardará en ablandar el elemento irascible de su alma, como el fuego ablanda el hierro, y perderá esa dureza que antes la hacía inservible. Pero si [b] no cesa en su afición y continúa fascinado por la música, también su valor no tardará en disolverse y en fundirse, hasta disiparse por completo, y perderá su alma todo empuje y no será ya más que un “guerrero sin vigor”.
-Estoy de acuerdo contigo -dijo.
-Y si tiene –proseguí- por naturaleza un alma indolente, el efecto de lo dicho será inmediato; en cambio, cuando es de natural fogoso, al debilitarse su ánimo se torna irascible, propenso a irritarse o abatirse en seguida por cualquier insignificancia [c]. De valiente se ha convertido en violento, impulsivo, atrabiliario.
-Es verdad.
-Pero ¿qué ocurre si se entrega asiduamente a la gimnasia y al deleite de su cuerpo, sin preocuparse por la música y la filosofía? La conciencia de su vigor físico ¿no lo llenará al principio de arrogancia y de coraje, volviéndolo más intrépido que antes?
-Desde luego.
-Y si no tiene otra ocupación que la gimnasia y ninguna relación con la Musa, en vano sentirá su alma cierto deseo de instruirse. Como no practica ninguna ciencia o estudio, ni toma parte en ninguna discusión ni en nada que se relacione con la música, su deseo acabará por languidecer, ¿y no será entonces como sordo y ciego, porque no sabe cultivarlo y animarlo y vive entregado por completo a sus sensaciones impuras?
-Así es –convino.
-Ese hombre, a mi parecer, se habrá convertido en un enemigo de la razón y de las Musas. No se [e] vale ya de las palabras para convencer y en toda ocasión trata de obtener sus fines por la violencia y la brutalidad, como un animal salvaje, y vive en la ignorancia y la grosería, ajeno a la armonía y a la gracia.
-No cabe duda de que así sucede -dijo.
-Me parece, pues, que en vista de estos dos elementos, el valor y la filosofía, la divinidad ha otorgado a los hombres las dos artes de la música y de la gimnasia, no para el alma y para el cuerpo, a no ser de manera accesoria, sino para que el valor y la filosofía que son naturales en el hombre, [412 a] armonicen perfectamente entre sí mediante un justo grado de tensión y relajamiento.
-A mí también me parece -dijo.
-Por lo tanto, tenemos el derecho de afirmar que aquel que mejor une la gimnasia a la música y las aplica a su alma en una justa proporción, es el más educado en música y el más armonioso, más, mucho más que el que afina las cuerdas de un instrumento.
-En verdad, Sócrates, que tenemos el derecho de afirmarlo -dijo.
-En nuestra polis, Glaucón, nos será siempre necesario un gobernante que reúna estas condiciones, si queremos que subsista su organización política.
[b] -Nada, por cierto, nos será más necesario.

XIX. –Tales serían, pues, las normas generales de nuestra educación y disciplina. ¿Para qué detenernos a considerar aquí las danzas de los jóvenes, las cacerías con o sin perros, los concursos gimnásticos e hípicos? Es más o menos evidente que todo ello deberá ajustarse a esas normas y que no habrá dificultad en determinarlo.
-No creo que haya dificultad -dijo.
-Sea. ¿Qué nos queda pues por precisar? ¿No será la selección, entre los ciudadanos así educados, de los que deben mandar y obedecer?
-Sin duda alguna.
-¿No es evidente que los gobernantes deben ser los más viejos y los más jóvenes los gobernados?
[c] -Es evidente.
-¿Y que entre los viejos han de gobernar los mejores?
-También es evidente.
-Pero entre los labradores, ¿cuáles son mejores? ¿No serán los más peritos en el cultivo de
la tierra?
-Sí.
-Entonces, puesto que los gobernantes deben ser los mejores de entre los guardianes, no serán también éstos los más aptos para defender las polis?
[d] -Sí.
-¿Y no exigirá ello que sean prudentes y enérgicos, y que se preocupen grandemente por los intereses de la polis?
-Sin duda.
-Pero uno se preocupa por lo que ama, y mientras más lo ama, más lo protege, ¿no es verdad?
-Forzosamente.
-Y cada uno ama preferentemente aquello cuyo interés se confunde con el suyo, cuya felicidad o cuya desgracia considera como propias.
-Así es –dijo.
[e] -Por lo tanto, deberemos elegir entre todos los guardianes a aquellos que, después de un detenido examen, nos parezcan más dispuestos a cumplir con todo celo y durante toda su vida lo que juzguen útil para la polis y que no consientan de ninguna manera en hacer lo contrario al bien público.
-Éstos son, en efecto, los gobernantes que convienen –observó.
-Creo pues que será necesario observarlos en todas las edades de su vida para comprobar si se mantienen fieles a estos principios, y si la violencia o el engaño no los llevan a desmentirlos, haciéndoles abandonar y olvidar el pensamiento de que deben proceder siempre de la manera más ventajosa para la polis.
-¿Qué entiendes tú por “desmentirlos”? –preguntó.
-Voy a explicártelo -respondí-. Emitimos una [413 a] opinión de buen grado o contra nuestra voluntad. De buen grado, cuando la opinión es falsa y nos desengañan; contra nuestra voluntad, siempre que sea verdadera.
-Entiendo -dijo- que opinemos de buen grado, pero no comprendo cómo podemos opinar contra nuestra voluntad.
-¿Pues qué? -respondí-. ¿No piensas tú como yo que se renuncia a lo bueno involuntariamente y a lo malo voluntariamente? ¿Y no es un mal engañarse y un bien estar en lo cierto? ¿Y no te parece que poseer la verdad, estar en lo cierto, es tener un justa opinión de lo que son las cosas?
-Tienes razón, -dijo-, también a mí me parece que los hombres se ven privados contra su voluntad de la opinión verdadera.
[b] -¿Y esto no les sucede por ser engañados, seducidos o forzados a ello?
-Tampoco ahora -dijo- comprendo bien tus palabras.
-Es que me parece -observé- que estoy empleando un lenguaje trágico. Digo que están seducidos cuando se los disuade de su opinión verdadera o cuando la olvidan sin darse cuenta de ello. En el primer caso, un razonamiento los priva de su opinión; en el segundo, el tiempo. ¿Comprendes ahora?
-Sí
-Y se ven forzados cuando la tristeza o el dolor los llevan a cambiar de opinión.
-Comprendo –asintió- y dices bien.
[c] –En cuanto a los engañados, tú mismo estarás de acuerdo en que son aquellos que cambian de opinión atraídos por el placer o turbados por el miedo.
-En efecto -dijo-, todo cuanto engaña parece fascinar.

XX. –Así, pues, como decía hace un momento, tenemos que buscar entre los guardianes quiénes son los que observan más fielmente el principio de que deben proceder en toda circunstancia de la manera más ventajosa para la polis. Hay, pues, que probarlos desde la infancia, obligándolos a desempeñar aquellas actividades que más fácilmente puedan hacerles olvidar este principio e inducirlos en error, y después elegir a quiénes lo recuerdan y que son difíciles de engañar, excluyendo, en [d] cambio, a quienes no lo sean. ¿No te parece?
-Sí.
-Además, someterlos a trabajos, sufrimientos y luchas, y observar cómo los soportan.
-Muy acertado -dijo.
-Pues bien -agregué-, también será necesario someterlos a una tercera especie de prueba y vigilar su comportamiento[26]. De igual modo que exponemos a los potrillos al ruido y al tumulto para observar si son espantadizos, llevaremos a nuestros guerreros, cuando jóvenes, a lugares donde presencien hechos terribles, después los lanzaremos [e] en medio de los placeres, a fin de probar con mayor cuidado del que se prueba el oro por el fuego, si en todas esas circunstancias resisten al miedo o al encanto, si son fieles guardianes de sí mismos y de la música cuyas lecciones han recibido, si ajustan en todo su conducta a las leyes del ritmo y de la armonía y si son, en fin, tal como deben ser para prestar los más útiles servicios a sí mismos y a la polis. Hay, pues, que elegir gobernante y guardián de la polis al que haya salido intacto de las pruebas sucesivas en la infancia, la juventud y la edad madura; lo colmaremos [414 a] de honores en vida y después de su muerte erigiremos los más gloriosos mausoleos y monumentos a su memoria. Pero nos cuidaremos de escoger al que no tenga esos méritos. Tal es, Glaucón, para limitarnos a lo general y no entrar en detalles, cómo creo que debemos proceder en la selección y designación de gobernantes y guardianes.
-A mí también me parece que debemos proceder de esa manera.
[b] -¿Y no sería razonable llamar perfectos guardianes a estos hombres que guardan la polis de los enemigos exteriores y de los falsos amigos interiores, quitando a unos el poder de hacer mal y a otros la voluntad de infligirlo y que, en cambio a los jóvenes que hace un momento llamábamos guardianes les diéramos el nombre de auxiliares y ejecutores de lo que deciden aquellos que tienen el mando?
-Soy de tu opinión -contestó.

XXI. -Y ya que hemos hablado de las mentiras necesarias, ¿cómo nos ingeniaríamos para hacer creer una noble mentira a los gobernantes, en primer término [c], o, por lo menos, a los demás ciudadanos?
-¿Qué mentira? -preguntó.
-No es cosa nueva –respondí-, sino una historia fenicia que ha ocurrido en otros tiempos en varios lugares como lo han dicho y hecho creer los poetas, pero que no ha sucedido en nuestros días y acaso nunca sucederá y que es difícil de hacer creer.
-Parecería -dijo- que no te atreves a explicarla.
-Después que haya hablado comprenderás que tengo razón en vacilar.
-Habla sin miedo.
-Lo haré, pero no sé de dónde sacar la audacia ni cómo encontrar las palabras que necesito para expresarme; trataré de persuadir primero a los gobernantes y a los guerreros, y después al resto de los ciudadanos, de que toda la educación es instrucción que han recibido de nosotros y cuyos efectos han creído sentir no era otra cosa que un sueño y que en realidad han sido formados y educados [e] en el seno de la tierra, ellos, sus armas y todo cuanto les pertenece, y que después de haberlos enteramente formado, la tierra, su madre, los ha dado a luz, por lo que ahora deben considerar la tierra que habitan como su madre y nodriza[27] y defenderla si alguien la ataca, y considerar también a los demás ciudadanos como hermanos que han surgido, a semejanza de ellos, del seno de la tierra.
-No sin razón -dijo- vacilabas en contamos esa fábula.
[415 a] Es natural –asentí-, pero escucha, pues, el final de la leyenda: “Los que formáis parte de polis sois, pues, hermanos -les diremos continuando la ficción-, pero el dios que os ha formado hizo entrar oro en la composición de aquellos de vosotros que sois propios para gobernar a los demás; por tanto, son éstos los más nobles; hizo entrar plata en la composición de los auxiliares, y hierro y bronce en la de los labradores y demás artesanos. Como todos tenéis un origen común, [b] vuestros hijos serán semejantes a vosotros, pero puede suceder que de un ciudadano de la especie del oro proceda un vástago de la especie de plata, o que uno de la especie de la plata tenga un descendiente de la del oro, y que lo mismo ocurra con los dos metales restantes. Ahora bien, el dios ordena ante todo y sobre todo a los gobernantes que presten atención al metal con que se haya forjado el alma de sus descendientes, y si sus propios hijos tuvieran alguna mezcla de bronce o de hierro deben pues, los gobernantes, [c] sin honrarlos más de lo que conviene a su naturaleza, obrar sin conmiseración alguna y relegarlos a la condición de los artesanos o labradores; por el contrario, si de éstos nacen hijos con mezcla de oro o de plata, elevarlos en el primer caso al rango de los destinados a guardianes de la polis, y de auxiliares en el segundo, porque hay un oráculo según el cual la polis perecerá cuando sea guardada por el hierro o el bronce”. ¿Conoces tú algún medio de hacer creer esta fábula?
[d] –Ninguno –dijo- para hacerla creer a aquellos a quienes hablas, mas sí para hacerla creer a sus hijos, a sus nietos y a los que nazcan después.
-Pues bien -contesté-, aunque limitáramos a ellos nuestra acción, sería un medio excelente para que cuidaran mejor de la polis y de sus conciudadanos, porque me parece comprender tu pensamiento.

XXIX. -Pero dejemos, por ahora, que nuestra fábula haga su camino y se divulgue hasta donde la creencia popular lo quiera[28]. Por nuestra parte, dediquémonos a armar a estos hijos de la tierra hagámoslos actuar bajo la dirección de sus jefes. Que se acerquen y escojan en nuestra polis el [e] lugar más apropiado para establecer su campamento, donde mejor puedan reprimir a sus conciudadanos, si alguno pretendiera no someterse a su leyes, y rechazar los ataques del exterior si el enemigo se lanza sobre nosotros como un lobo sobre el rebaño. Una vez que hayan acampado y hecho los sacrificios a quienes convenga, que levanten sus tiendas. ¿No te parece?
-Sí -respondió.
-Ahora bien, ¿no serán éstas las más adecuadas para protegerlos de los rigores del invierno y del verano?
-¿Cómo no habrían de serlo? Pues me parece que te refieres a sus habitaciones –dijo.
-Sí –continué- pero habitaciones de guerreros, no de hombres de negocios.
-¿Y qué diferencias haces tú entre las dos? -preguntó-.
[416 a] –Trataré de explicártela –respondí- Nada puede suceder a los pastores más terrible y vergonzoso, según mi criterio, que alimentar y formar, para que los ayuden en la guardia de sus rebaños, perros que por indisciplina, por hambre o por cualquier otro apetito desordenado ataquen ellos mismos a los rebaños y parezcan, en vez de perros, lobos.
-Sería terrible, en verdad -dijo.
[b] ¿No habrá, pues, que vigilar por encima de todo a nuestros auxiliares para que no sigan esa conducta con los ciudadanos y, abusando de su fuerza, de protectores benévolos, se conviertan en salvajes tiranos?
-Habrá que vigilarlos –dijo.
-Y la mejor manera de prevenir ese peligro, ¿no será haberles dado verdaderamente una buena educación?
-¿Y acaso no la han recibido? –preguntó.
Entonces dije:
-Querido Glaucón, no podemos afirmarlo de una manera absoluta. Lo que podemos asegurar, como acabo de decirlo, es que debe dárseles una buena [c] educación, sea cual fuere, para disponerlos lo mejor posible a ser pacíficos entre sí y con los ciudadanos que estén bajo su custodia.
-Tienes razón –dijo.
-Aparte de esta educación, el buen sentido indica que habrá que proveerles de viviendas y medios de vida tales que no les impidan ser perfectos guardianes y no les induzcan a causar daño a sus conciudadanos.
[d] –Estoy de acuerdo contigo -dijo.
-Mira tú -proseguí- si para ello es conveniente el siguiente régimen de vida y alojamiento. En primer lugar, ninguno tendrá nada que le pertenezca, excepto los objetos de primera necesidad; en segundo, ninguno tendrá casa o despensa donde no pueda entrar todo el que quiera[29]. En cuanto a sus alimentos, recibirán de los demás ciudadanos aquellos que puedan necesitar guerreros atletas, [e] sobrios y valerosos, como recompensa de la defensa que les prestan, y en cantidad suficiente para un año, sin que nada les sobre ni falte. Harán vida en común y sus comidas serán colectivas como soldados en campaña. Se les dirá que han tenido siempre en sus almas el oro y la plata divinos, [417 a] que para nada necesitan del oro y la plata de los humanos y que es impío manchar la posesión del oro divino con la del oro terrestre, que tantos crímenes ha provocado en forma de moneda común, mientras que el oro de sus almas es puro. Precisamente ellos, entre todos los ciudadanos, son los únicos que no podrán tocar ni oro ni plata, ni entrar en casas donde los haya, ni llevarlos sobre sí, ni beber en vasos o manejar utensilios de oro y plata. De esta manera podrán salvarse ellos y ser la salvación de la polis. Pues si adquieren tierras, casas y dinero, de guardianes se convertirán en administradores, labradores, y de defensores de los demás ciudadanos, en sus tiranos y [b] enemigos. Pasarán entonces la vida odiando y siendo odiados, conspirando y siendo objeto de asechanzas y, temiendo más y más a menudo a los enemigos internos que a los de afuera, correrán a su propia perdición, ellos y la polis. Tales razones -concluí- me han llevado a determinar el alojamiento de los guardianes y de cuanto debe pertenecerles. ¿Conviene dictar una ley que lo sancione?
-Sin duda -respondió Glaucón.

LIBRO IV
[419 a] I. Tomando entonces la palabra, Adimanto dijo: -Pero ¿qué responderías, Sócrates, si alguien te objetara que no haces bastante felices a esos hombres, y ello en virtud de su propia determinación, pues siendo realmente dueños de la polis, no disfrutan, sin embargo, de ninguno de los bienes que procura, como otros que poseen campos, se construyen grandes y hermosas casas que amueblan convenientemente, ofrecen sacrificios a los dioses, hospedan a los forasteros y disponen por añadidura, como tú mismo decías hace un momento, de oro, plata y de todo aquello que, según la opinión [420 a] general constituye la felicidad de las personas? Se te podría reprochar que ellos, en cambio parecen estar en la polis como auxiliares a sueldo, sin otra misión que defenderla.
-Sí -repliqué-, y además no ganan más paga que el sustento, pues aparte de él no reciben salario alguno, a diferencia de los otros ciudadanos, de modo que no pueden salir de la polis por su propio placer, ni gastar el dinero con cortesanas, ni emplearlo aunque lo quisieran, en tantas cosas en que lo usan aquellos que son tenidos por dichosos. He aquí entre muchas otras, algunas objeciones que podría agregar a las tuyas.
-Pues bien, agrégalas -dijo.
[b] -¿Y quieres saber cómo habré de refutarlas?
-Sí.
-Creo -dije- que nos bastará seguir el camino emprendido. Replicaremos que no sería nada extraño que la condición de los guardianes, tal como la hemos establecido, pudiera ser muy dichosa. Pero, por otro lado, no hemos fundado la polis con el objetivo de que una clase de ciudadanos sea particularmente dichosa, sino con miras a que toda la polis sea lo más feliz posible, convencidos de que en una polis como esta tendríamos las mayores posibilidades de hallar la [c] justicia, y la injusticia, en cambio, en una polis mal organizada, y este hallazgo nos permitiría zanjar la cuestión que venimos indagando desde el principio. Ahora bien, en este momento se trata de constituir la polis feliz sin hacer acepción de personas, porque no queremos la dicha de algunos, sino de todos; a continuación examinaremos polis contraria a ésta. Es como si nos ocupáramos de pintar una estatua y alguien se acercara a nosotros y nos reprochara que no aplicamos los colores más hermosos a las partes más hermosas del cuerpo y que pintamos los ojos, por ejemplo, que son su más bello ornamento, de negro, en vez de púrpura. Nos parecería razonable [d] contestarle: “No pienses, admirable amigo, que debemos pintar los ojos de una manera tan hermosa que dejen de ser ojos, y de igual modo las demás partes del cuerpo; piensa, más bien que si damos a cada parte el color que le corresponde haremos hermoso el conjunto.” De igual modo, no nos obligues a dar a la condición de guardianes de la polis una dicha tal que haría de ellos todo [e] menos guardianes. Con ese criterio también podríamos vestir a nuestros labradores con mantos de púrpura, ceñidos de oro, y permitirles que sólo trabajaran la tierra para su propio placer, y que los alfareros, dejando de lado el torno, fabricaran cerámica solo cuando les viniera en gana, y bebieran y se banquetearan reclinados a la derecha junto al fuego, y hacer felices de manera semejante a todos los demás para que la polis entera fuera feliz. Pero no nos pidas que concedamos esa [421 a] clase de felicidad, porque si te escucháramos, el labrador no sería labrador, ni el alfarero, alfarero, y veríamos desaparecer todas las profesiones que constituyen la polis. Por lo demás, este desorden tendría consecuencias menos graves tratándose de los artesanos que de los guardianes, pues los zapateros que holgazanean y se corrompen, aparentando ser lo que no son, no significan un grave peligro para la polis, en tanto que los guardianes de las leyes y de la polis que no lo son sino de nombre, la arrastran por completo a la ruina, pues de ellos depende su buena administración y su dicha”. Por lo tanto, si formamos verdaderos guardianes [b] de la polis de todo punto incapaces de hacerle daño, el que se propone hacer ellos labradores y dichosos anfitriones como en una vida de perpetua fiesta, en vez de ciudadanos que cumplen con la función que les corresponde, no tiene en miras la idea de una polis. Veamos, pues, si al instituir los guardianes queremos darles la mayor felicidad posible o si, teniendo en miras la felicidad de la polis entera, nos proponemos que ésta la consiga y comprometemos a los guardianes y auxiliares por persuasión o por la fuerza, a cumplir lo mejor posible las funciones que les corresponden, y de tal modo, cuando la polis entera se organiza en forma perfecta, dejaremos que cada clase participe de la felicidad que su naturaleza le procure.

II. -Lo que dices –respondió-, me parece muy sensato.
-¿Y no te parece igualmente sensato –agregué- este otro razonamiento del mismo género?
-¿Cuál?
[d] -Examinar si las dos cosas siguientes no corrompen a los artesanos hasta volverlos perversos.
-¿De qué cosa se trata?
-De la riqueza y de la pobreza[30] –contesté.
-¿Cómo?
-En la siguiente forma. ¿Te parece a ti que un alfarero que se ha vuelto rico querrá continuar ocupándose de su oficio?
-No -constestó.
-¿No se volverá más ocioso y negligente?
-Sí, mucho más.
-¿No llegará también a ser peor alfarero?
-Sí, mucho peor -contestó.
-Y, por otro lado, si a causa de la pobreza no tiene cómo procurarse herramientas o cualquier otro elemento necesario para su arte, ¿no serán sus [e] obras más defectuosas, y sus hijos y demás aprendices que forme no serán también menos hábiles?
-No puede ser de otra manera.
-Tenemos, pues, que tanto la riqueza como la pobreza perjudican a las artes y a quienes las ejercen.
-Así parece.
-Hemos encontrado así dos cosas diferentes entre sí que los guardianes deben impedir a toda costa que, sin ellos darse cuenta, se introduzcan en la polis?
-¿Cuáles son?
[422 a] –La riqueza -contesté- y la pobreza, puesto que la primera engendra la ociosidad, la molicie y el afán de novedades, y la segunda, además de este afán de novedades, la vileza y el deseo de hacer el mal.
-Muy justo -dijo-. Pero considera, Sócrates, que a nuestra polis le será imposible hacer la guerra si no tiene tesoros suficientes, y sobre todo si se ve obligada a hacerla contra otra polis poderosa y rica.
[b] -Es evidente -dije- que le será difícil luchar contra una sola polis, pero más fácil contra dos polis de esa clase.
-¿Qué quieres decir? -preguntó.
-En primer lugar –contesté-, y en el caso de tener que luchar, ¿no habrán de combatir contra hombres ricos nuestros atletas consagrados a la guerra?
-Sí -concedió.
-¿Y qué? -pregunté- ¿No te parece, Adimanto, que un solo púgil adiestrado en la lucha es capaz de vencer a dos luchadores inexpertos y, por añadidura, ricos y obesos?
-No -contestó- y menos aún si tiene que vérselas con dos a la vez.
[c] -¿Ni siquiera -dije- si se retira primero para volverse después contra el que lo persigue de más cerca, y luego de golpear sucesivamente a quien lo ataca, repite esta maniobra bajo un calor sofocante? ¿No podría un hombre semejante reducir de esta suerte no ya a uno, sino a más de dos adversarios?
-Sin duda –dijo- y nada tendría de extraño.
-¿Y no crees tú que los ricos conocen mejor la teoría y la práctica del pugilato que el arte de la guerra?
-Sí -contestó.
-Es, pues, verosímil que nuestros atletas puedan luchar con adversarios cuyo número fuese dos o tres veces mayor.
-Te lo concedo -dijo- porque me parece que tienes razón.
[d] -¿Y qué sucedería -agregué- si enviando una embajada a una de aquellas polis enemigas les dijera, lo que por otra parte sería verdad: “A nosotros no nos sirven de nada el oro ni la plata, porque no nos es lícito utilizarlos, pero sí a vosotros; combatid, pues, de nuestro lado y de esa manera podréis guardaros los despojos del enemigo”? ¿Crees tú que cualquiera, después de oír una proposición semejante, preferiría luchar contra unos perros duros y flacos en vez de aliarse con esos tiernos?
-Me parece que no –contestó-. Pero piensa que [e] si se acumulan en una polis las riquezas de las demás, pueda ésta poner en peligro a las que no las tienen.
-¡Qué bueno eres en pensar que una polis distinta de la nuestra sea merecedora de llevar ese nombre!
-¿Por qué no? -preguntó.
-A las demás habrá que llamarlas en plural pues cada una de ellas no es una sola polis, sino muchas, como se dice en el juego, pues por lo menos encierra dos polis enemigas entre sí: la de los pobres [423 a] y la de los ricos, y cada una de éstas se subdivide aun en muchas otras. Si las tratas como a una sola polis, estás condenado al fracaso, pero si las tratas corno si fueran varias, y, abandonas a una el poder, el dinero y hasta le entregas las personas de las otras, tendrás siempre muchos aliados y pocos enemigos. Y tu polis mientras se administre prudentemente de acuerdo con el orden establecido, será siempre la más grande, y no digo grande en apariencia, sino en la realidad, aunque no pueda poner en pie de guerra sino a mil combatientes, pues difícilmente hallarás otra [b] tan grande entre los griegos ni entre los bárbaros, a pesar de que muchas parezcan superiores a ella. ¿Crees tú lo contrario?
-¡No, por. Zeus! –dijo.

III. -De tal manera, proseguí, nuestros gobernantes podrían fijar el límite más justo para el crecimiento de la polis y la extensión de su territorio, después de lo cual renunciarían a toda anexión.
-¿Qué límite es ése?
-Que se agrande cuanto quiera mientras su desarrollo no comprometa la unidad de la polis, pero, no más allá de este punto.
[c] -Muy bien –dijo.
-Prescribiremos, pues, a los guardianes que velen con el mayor cuidado porque la polis no sea pequeña ni grande en apariencia, sino para que se baste a sí misma y sea una sola.
-Es una prescripción –dijo- que quizá no tenga mucha importancia.
-Aun menos importancia tenía la que señalamos antes -repliqué-, y era la de que relegaran a una clase inferior a los descendientes defectuosos de los guardianes y elevaran al rango de
guardianes a los niños bien dotados nacidos de una clase [d] inferior. Con ello queríamos hacerles comprender que es preciso dar a cada ciudadano la ocupación a cual lo han destinado sus dotes naturales, a fin de que cada cual, aplicándose al trabajo que mejor le conviene, sea único, absolutamente único, y no múltiple y que de tal manera toda la polis resulte una sola polis unida, y no muchas.
-En efecto –dijo- esta prescripción es aún más sencilla que la otra.
-En verdad, amigo Adimanto, -continué-, todo esto que prescribimos a los gobernantes no es mucho ni muy importante, como podría parecer, sino [e] poco y muy sencillo, mientras observen la única recomendación importante del proverbio o, más que importante, suficiente.
-¿Cuál es? -preguntó.
-La educación de la niñez y de la juventud -contesté-. Porque si los jóvenes bien educados llegan a ser hombres cabales, discernirán por sí mismos todos estos problemas y muchos otros que dejamos de lado por el momento, como la posesión mujeres, [424 a] el matrimonio y la procreación, cosas todas que, según el proverbio, deben ser comunes entre amigos y en el mayor grado posible.
-Sería, en efecto, muy razonable -dijo.
-No cabe duda -proseguí- que una polis que ha comenzado bien, avanza en su desarrollo como en círculo. Un buen sistema de educación y de instrucción producen buenos caracteres naturales y éstos, a su vez, gracias a la perfecta educación que han recibido, se hacen mejores que los precedentes bajo todos los aspectos y especialmente bajo [b] el de la procreación, como sucede también con los demás animales.
-Así debe ser -dijo.
-Para decirlo en pocas palabras -continué-, aquellos que están al cuidado de la educación han de velar porque esta educación no se corrompa insensiblemente, y sobre todo porque no se introduzca innovación alguna en la gimnasia y en la música contra las normas establecidas. Deben hacer los mayores esfuerzos para impedir que esto suceda, recelando que cuando se dice
“los hombres prefieren sobre todo
el canto más nuevo que entonan los cantores”

[c] pueda suponerse, como sucede a menudo, que el poeta habla de una nueva forma de canto, en vez de cantos nuevos. No se debe alabar ni interpretar en este sentido el pensamiento del poeta. La introducción de una nueva forma de canto corro el riesgo de echarlo todo a perder, ya que, como ha dicho Damón, y yo comparto su manera de pensar, no pueden alterarse las normas de la música sin que ocurra lo mismo con las leyes fundamentales de la polis.
-Inclúyeme también entre los que piensan de esa manera –dijo Adimanto.

[d] IV. -Parece, pues -continué-, que nuestros guardianes harán de la música la ciudadela más importante de su guardia.
-Desde luego -respondió- porque es allí donde la ilegalidad se introduce más fácilmente sin que uno la advierta.
-Sí -agregué-, en forma de esparcimiento y sin que parezca hacer ningún mal.
-En efecto -dijo-, al principio, se insinúa poco a poco y va infiltrándose suavemente en los usos y en las costumbres, luego se desarrolla y se mezcla en las relaciones sociales, y desde los contratos que [e] hacen los ciudadanos entre sí avanza con la mayor audacia, Sócrates, hasta las leyes y las constituciones, y termina por no dejar nada en pie, ni en la vida privada ni en la pública.
-Y bien –dije- ¿sucede realmente así?
-A mí me lo parece -contestó.
-En consecuencia será necesario, como decíamos al principio, someter desde el comienzo los juegos de nuestros niños a una disciplina más rigurosa, [425 a] porque si no se establece regla alguna para sus juegos tampoco habrá normas para los niños y éstos no podrán llegar a ser hombres honrados y sumisos a las leyes.
-¿Cómo no habría de ser necesario?
-En tanto que si los niños comienzan desde temprano a seguir una regla en sus juegos, y por medio de la música se introduce en sus almas el amor a. las leyes, contrariamente a lo que sucede con los niños mal educados, este amor a las leyes los seguirá en todas las circunstancias de la vida, y no cesará de crecer y enderezar todo lo que pueda estar torcido en la polis.
-Es muy cierto -dijo.
-Y esos hombres -proseguí- restablecerán también aquellas normas que parecen ser minucias y que sus antecesores dejaron caer en desuso.
-¿Cuáles?
[b] –Las siguientes: callarse, cuando se es joven, en presencia de los ancianos; como la decencia lo exige, cederles el asiento y ponerse de pie cuando ellos se aproximan; honrar a los padres; seguir el uso en cuanto al modo de cortarse el cabello, de vestir, de calzarse y en todo lo que concierne al cuerpo, y otras muchas normas semejantes. ¿No te parece?
-Sí.
-Sería superfluo, a mi juicio, legislar sobre estas materias, pues no se hace en ninguna parte y no se mantendría la observancia de las normas porque fueran impuestas de viva voz o por escrito.
-En efecto, ¿cómo podrían imponerse?
Es posible, Adimanto -proseguí-, que todas estas prácticas sean un resultado natural de la educación. ¿Acaso lo semejante no atrae siempre a lo [c] semejante?
-Sin duda.
-Y quizá, pudiéramos decir que una cosa buena o mala en sí misma termina por alcanzar su pleno desarrollo y su pleno vigor.
-Desde luego -contestó.
-Por estas razones -proseguí- yo no intentaría legislar sobre cuestiones semejantes.
-Y con razón -afirmó.
-Y en nombre de los dioses -dije- ¿nos atreveríamos a dictar leyes sobre los convenios, de compra y venta que las partes hacen en el mercado, sobre [d] los relativos a los artesanos, o sobre las injurias, los agravios, las demandas de justicia y nombramientos de jueces y, si fueran necesarias, sobre la exacción o fijación de impuestos en los mercados y en los puertos y, en general, sobre todo lo relativo al mercado urbano o marítimo y otras cosas semejantes? ¿Nos atreveríamos a dictar leyes sobre todo esto?
[e] -No es procedente -contestó- prescribir normas a hombres de bien, pues ellos mismos determinarán fácilmente la mayoría de las cosas sobre las cuales conviene o no conviene legislar.
-Es verdad, amigo mío –dije-, al menos el la divinidad les otorga el don de conservar las leyes que antes enumeramos.
-De lo contrario -replicó- se pasaría la vida dictando constantemente una multitud de reglamentos semejantes e introduciendo en ellos enmiendas, en la creencia de que alcanzarán la perfección.
-Quieres decir- observé- que vivirán como esos enfermos que, por su intemperancia no quieren salir de un régimen de vida que perjudica su salud.
-Justamente.
[426 a] -Su vida es curiosa, en verdad: se curan y nada obtienen con su tratamiento, salvo complicar y empeorar sus enfermedades y, a pesar de ello, están siempre a la espera de que les aconsejen un nuevo remedio que habrá de devolverles la salud.
-Tal es -dijo- el error de esa clase de enfermos.
-¿No es gracioso también -proseguí- que consideren como el peor de sus enemigos al que les dice francamente que si no dejan de embriagarse, de [b] comer demasiado, de abandonarse a la lujuria y al ocio no habrán de servirles los remedios, ni los cauterios, ni las amputaciones, ni tampoco los ensalmos ni los amuletos, ni nada semejante?
-No es nada cómico -replicó-. No veo qué gracia tiene el ofenderse con quien nos da buenos consejos.
-Según parece -dijo-, no eres partidario de tales hombres.
-No, ¡por Zeus!

V. –Así, pues, para volver a lo que decíamos, tú no aprobarás que la polis entera observe una [c] conducta análoga. ¿O acaso no obran de igual manera las polis mal gobernadas que, no obstante ello prohíben bajo pena de muerte a los ciudadanos que introduzcan cambios de cualquier índole en el régimen institucional, en tanto que aquellos que miran con buenos ojos a los así gobernados, los adulan servilmente, adivinan sus deseos y se apresuran a satisfacerlos, pasan por varones virtuosos, expertos en asuntos políticos y son colmados de honores?
-Obran de igual manera –dijo- y estoy lejos de aprobarlas.
[d] -¿No admiras, sin embargo, el valor y la complacencia de los que se avienen y hasta se apresuran a consagrar todos sus cuidados a la polis?
-Desde luego –dijo-, exceptuando a los que se engañan a sí mismos y se creen en verdad grandes políticos porque los alaba la mayoría.
-¿Cómo –repliqué-. ¿No los excusas? ¿Crees tú que un hombre que no sabe medir pueda no creer [e] que tiene cuatro codos de estatura si muchos ignorantes como él se lo aseguran?
-Habrá de creerlo –dijo.
-No seas, pues, tan severo con ellos. Son los hombres más divertidos del mundo, ya que se pasan la vida legislando sobre todas aquellas materias que enumerábamos hace un momento y rectificando sin cesar las leyes que dictan, con la esperanza de que acabarán por fin con los fraudes que se deslizan en los convenios y en todas aquellas cuestiones de que hablábamos, sin darse cuenta de que no hacen otra cosa que cortar las cabezas de la Hidra.
[427 a] –En efecto –dijo-, no hacen otra cosa.
-Por eso –continué- no creo yo que en una polis, bien o mal gobernada, el verdadero legislador debe ocuparse de leyes y reglamentos semejantes; en la primera son inútiles y nada se gana con ellos; en la segunda, están al alcance de cualquiera y se desprenden en buena parte de las costumbres tradicionales.
[b] -¿Qué nos correspondería, pues, en materia de legislación?
-A nosotros, nada –contesté-, pero a Apolo de Delfos le corresponde el cuidado de las leyes más importantes, de las más hermosas y de las primeras entre todas.
-¿Cuáles -preguntó.
-Las que conciernen a la construcción de templos, a los sacrificios y al culto de los dioses, démones y héroes; a las sepulturas y a los honores que debemos rendir a los muertos para que nos sean propicios. [c] No sabemos qué leyes dictar al respecto y, puesto que fundamos una polis, no debemos, si somos prudentes, consultar con otros hombres ni valernos de otro intérprete que no sea el que heredamos de nuestros antecesores; ese dios, guía divino de todos los hombres, es su intérprete natural, sentado en el ombligo y en el centro de la tierra.
-Es así -dijo- como debemos proceder.

[d] VI. -Podemos considerar fundada la polis, hijo de Aristón -continué-. Y ahora, procurándote la luz necesaria, y llamando en tu ayuda a tu hermano, a Polemarco y a los demás, veamos juntos dónde residen la justicia y la injusticia, en qué se diferencian la una de la otra, y a cuál debe uno atenerse para ser feliz, pase o no advertido a los ojos de los dioses y de los hombres.
-No es a nosotros a quienes debes dirigirte –dijo Glaucón- pues nos has prometido investigarlo por tu propia cuenta, declarando que sería una impiedad el negarte a salir en defensa de la justicia por todos los medios posibles.
-Cierto es lo que me recuerdas -contesté- y he de cumplir mi promesa, pero necesito de vuestra ayuda.
-Te ayudaremos -respondió.
-Pues bien -dije-, espero hallar lo que buscamos procediendo de la siguiente manera: pienso
que si nuestra polis está bien constituida, será perfecta.
-Necesariamente -replicó.
-Ha de ser por fuerza prudente, valerosa, temperante y justa.
-Sin duda.
[428 a] –Si descubrimos en ella cualquiera de estas cualidades, las demás serán las que no hemos descubierto aún, ¿no es así?
-Desde luego.
-Si de cuatro cosas buscáramos una, y la encontráramos, nos daríamos por contentos, pero si conociéramos de antemano las tres primeras, por éstas llegaríamos al conocimiento de la que buscamos, pues es evidente que no podría ser otra sino la que nos faltaba por encontrar.
-Tienes razón –dijo.
-Y para encontrar estas virtudes, que son precisamente cuatro, ¿no debemos seguir el mismo método?
-Desde luego.
[b] –Pues bien, ante todo hay una que percibo a primera vista, y es la prudencia; pero observo que tiene algo singular.
-¿Qué? -preguntó.
-La polis que hemos descrito me parece en verdad prudente, por ser acertada en sus deliberaciones, ¿no es así?
-Sí.
-Y eso mismo, el acierto en las deliberaciones, es evidentemente una especie de ciencia, pues no es la ignorancia, sino la ciencia, la que inspira una acertada deliberación.
-Evidentemente.
-Pero en la polis hay muchas y diversas ciencias.
-Sin duda.
[c] -¿Y habremos de decir que la polis es prudente y acertada en sus deliberaciones por la ciencia los carpinteros?
-De ningún modo -replicó-. A ese título solo podríamos decir que es maestra en carpintería. -Ni tampoco se llamará prudente a la polis por la ciencia de los ebanistas y la perfección de los muebles que fabrican, ¿verdad?
-No, por cierto.
-¿Y qué? ¿Será por la ciencia de los que hacen obras de bronce o de cualquier otro metal?
-No -respondió-, por ninguna de esas ciencias.
-Ni tampoco por la producción de frutos de la tierra. ¿No habríamos de limitamos, en este caso, a decir que es una polis agrícola?
-Así me parece.
-¿Pues qué? ¿No hay en la polis que acabamos [d] de establecer una determinada ciencia, propia de ciertos ciudadanos, cuyo fin sea deliberar, no sobre un aspecto concreto de la polis, sino sobre toda ella, para reglamentar lo mejor posible su organización interior y sus relaciones con las demás polis?
-La hay, ciertamente.
-¿Cuál es -pregunté-, y, entre qué ciudadanos se la encuentra?
-Es la ciencia que se propone la salvaguardia de la polis y la encontramos en aquellos gobernantes a quienes llamáramos recientemente perfectos guardianes.
-Y en relación con esta ciencia; ¿cómo calificas a la polis?
-De acertada deliberación y realmente prudente –dijo.
[e] -¿Y quiénes- pregunté- serán más numerosos en nuestra polis, los artesanos del bronce o estos guardianes?
-Mucho más numerosos serán los artesanos del bronce -contestó.
-¿Y no crees -pregunté- que de todos aquellos que se denominan de manera determinada por la ciencia que ejercen, los guardianes de la polis serán los menos numerosos?
-Serán, en efecto, los menos numerosos.
-Por consiguiente, la polis establecida conforme a la naturaleza será toda ella prudente por el grupo menos numeroso y por la parte más pequeña de sí misma, y en virtud de la ciencia que allí reside; y según parece, es en el número más reducido posible como la naturaleza produce los hombres [429 a] a quienes corresponde participar de esta ciencia que, entre todas las ciencias, es la única que merece llamarse prudencia.
-Es muy exacto lo que dices –afirmó.
-Hemos encontrado, no sé por qué feliz casualidad, la primera de las cuatro cualidades que buscábamos y la parte de la polis en que reside.
-A lo menos -dijo- a mí me parece que la hemos encontrado de una manera satisfactoria.

VII. -En canto a la cualidad que se llama valor, y a la parte de la polis en que reside, no me parece difícil descubrirlo.
-¿Cómo así?
[b] -Quién -pregunté- podría llamar cobarde o valerosa a la polis fijándose en otra cosa que no sea en la parte que la defiende y presta servicios de guerra por ella?
-Nadie –dijo- podría hacerlo, si se fija en otra cosa.
-En efecto –proseguí, el que los demás ciudadanos sean cobardes o valientes no implica que la polis sea lo uno o lo otro.
-No, ciertamente.
-La polis es, pues, valerosa porque le imprime ese carácter una de sus partes, es decir, porque posee en ella la virtud de preservar en todo momento, según el recto criterio, sobre las cosas que hay que temer, la opinión de que éstas son y han sido siempre las mismas tal como el legislador las ha consignado en la educación. ¿O no es esto a lo que tú llamas valor?
-No he comprendido bien lo que acabas de decir -contestó-. -Repítelo.
Digo que el valor es una especie de preservación.
-¿Qué clase de preservación?
-La del criterio que nos han dado las leyes, por medio de la educación, sobre las cosas que hay que temer y sobre su naturaleza. Y decía que el valor preserva en todo momento este criterio porque, en [d] efecto, nos enseña a mantenerlo y a no desmentirlo, tanto en la desgracia como en el placer, en la pasión como en el temor. Si quieres, voy a explicarte mi pensamiento por medio de una comparación.
-Bien lo quiero –dijo.
-Tú sabes que los titiriteros, cuando quieren teñir de púrpura la lana, empiezan por escoger, entre lanas de todas clases, la blanca; con el fin [e] de que conserve, en todo su brillo posible, el color púrpura. Solo después la tiñen, y el tinte en esa forma dado se vuelve indeleble. Ningún lavado, con o sin detergentes, puede quitarle su brillo. A falta de estas precauciones, tú sabes lo que sucede, ya porque se tiñan lanas de otros colores o porque se tiña la misma lana blanca sin haberla preparado.
-Bien sé –dijo- que fácilmente se decoloran y producen un efecto ridículo.
[430 a] Pues entiende -proseguí- que nosotros hicimos un trabajo análogo, y de la mejor manera posible al escoger los soldados y educarlos en la música y la gimnasia. Convéncete de ello: nuestro más arraigado propósito fue el de que adquirieran el tinte indeleble de las leyes y de que sus almas bien nacidas y bien educadas tuvieran un firme criterio sobre las cosas que han de temerse y sobre todo lo demás, y que ningún detergente pudiera borrarlo, ni el placer, que suele producir efectos mayores que cualquier jabón cáustico y cualquier legía, ni el dolor y la pasión, que son los detergentes [b] más activos. A esta fuerza que preserva en todo momento el criterio justo y legítimo sobre las cosas que deben y las que no deben, llamo y tengo por valor, si tú no opinas de otra manera.
-No opino de otra manera -respondió- y me parece el criterio recto que sobre tales cosas llega a formarse sin educación, es decir el criterio animal y vulgar, no lo consideras muy legítimo y habrás de darte cualquier otro nombre menos el de valor.
-Muy cierto es lo que dices -contesté.
-Acepto, pues, la definición que has dado del valor.
-Pero acepta también -agregué-, y no habrás de engañarte, que el valor es también una cualidad propia de la polis. Pero ya hablaremos mejor de este asunto en otra ocasión, pues por el momento no es el valor lo que estudiamos, sino la justicia. Me parece que ya hemos dicho lo bastante sobre el particular.
-Tienes razón -dijo.

[d] VIII. -Dos cualidades -dije- quedan aún por descubrir en la polis, la templanza y, por último, la justicia, que es el objetivo de nuestras investigaciones.
-Sin duda.
-¿Y cómo hallaríamos la justicia si no nos tomáramos el trabajo de buscar, en primer lugar, la templanza?
-Nada puedo decirte sobre esto –replicó-, pero no desearía que se determinara aquélla sin haber antes examinado qué es la templanza. Si quieres complacerme, pues, estúdiala en primer término.
[e] –Claro está que lo quiero –afirmé- y mal haría en proceder de otra manera.
-Examínala, pues -contestó.
-Paso a hacerlo -repliqué- y a primera vista se parece, más que las anteriores, a una especie de acorde y de armonía.
-¿Cómo?
-La templanza es, de alguna manera, un orden que el hombre pone en ciertos placeres y pasiones y un dominio que ejerce sobre ellos, si hemos de creer a la expresión, que no comprendo muy bien, “ser dueño de sí mismo” y a muchas otras semejantes y que son por así decirlo, otros tantos modos de calificar esta virtud, ¿no es así?
-Desde luego -afirmó.
[431 a] -¿Y no es verdad que, “ser dueño de sí mismo” es una expresión ridícula? Quien sea dueño de mismo será al mismo tiempo esclavo de sí mismo, y el que sea su propio esclavo será también su amo puesto que todas estas expresiones se refieren a la misma persona.
-Sin duda.
-Sin embargo -proseguí- creo comprender lo que con ella se quiere significar. Hay en el alma del hombre algo bueno y algo menos bueno, y cuando lo naturalmente bueno predomina sobre lo menos bueno se dice que el hombre es “dueño de sí mismo”, y con ello se lo elogia. Pero cuando a consecuencia de la mala educación, o de las malas compañías, lo bueno, muy aminorado, es dominado por lo menos bueno, se dice, y ello implica un reproche [b] y un oprobio, que el hombre es esclavo de sí mimo e intemperante.
-Tu explicación me parece justa -dijo.
-Pues bien –proseguí-, considera nuestra polis y hallarás en ella uno de estos dos casos. Podrás decir con razón que es dueña de sí misma y temperante cuando la parte mejor domina a la peor.
-Considero nuestra polis –replicó- y veo que tienes razón.
[c] -No dejan de existir, sin embargo, muchas pasiones, placeres y dolores de toda especie,
sobre todo en los niños, en las mujeres y en la servidumbre y también en la mayoría de los
hombres que se llaman libres, aunque no valgan gran cosa.
-Indudablemente.
-Pero los apetitos sencillos y moderados, dirigidos por la razón con buen sentido y recto criterio los encontrarás en unos pocos: los de mejor natural y mejor educados.
-Es la verdad -contestó.
-¿Y no ves también que en nuestra polis los apetitos de la mayoría, de los viles, están dominados [d] por los deseos y la sensatez de la minoría, o sea de los más discretos?
-Sí -dijo.

IX -Por lo tanto, si puede decirse de una polis que es dueña de sus placeres y apetitos y dueña de sí misma debe decirse de la nuestra con mayor razón que de ninguna otra.
-Sin duda, -convino.
-¿Y no deberá agregarse que por todos estos motivos es temperante?
-Desde luego -dijo.
-Y si en alguna polis se encuentra tanto en los gobernantes [e] como en los gobernados, el mismo criterio acerca de quiénes deben mandar, lo hallaremos por supuesto en la nuestra. ¿No te parece?
-Sin la menor duda –dijo.
-Y cuando así sucede ¿en qué clase de ciudadanos dirás tú que reside la templanza? ¿En la de los gobernantes o en la de los gobernados?
-Supongo que en ambas –replicó.
-¿Te das cuenta -pregunté- de que con razón decíamos hace un momento, que la templanza se parece a una especie de armonía?
-¿Y por qué?
[432 a] -Porque no ocurre con ésta lo que con el valor y la prudencia, que si bien solo residen en una parte de la polis, la vuelven respectivamente valerosa y prudente, al paso que la templanza , extendida naturalmente por toda la polis, crea un acorde perfecto entre los ciudadanos, sean débiles, de mediana fortaleza o fuertes, tanto como si queremos considerarlos por su inteligencia como por su fuerza, o por su número, o por su riqueza, o por cualquier otro aspecto semejante, de modo que puede decirse, con razón, que la templanza consiste en este acuerdo, en esta armonía entre lo menos bueno y lo mejor por naturaleza que hay en una polis o en una [b] persona y que decide cuál de ellos ha de gobernar tanto en la una como en la otra.
-Estoy de acuerdo contigo –dijo.
-Pues bien –dije- si no me engaño ya tenemos observadas tres cualidades de la polis. Nos queda la última por examinar, mediante la cual aquélla alcanza su excelencia. ¿Cuál puede ser? La justicia, evidentemente.
-Evidentemente.

GUÍA DE PREGUNTAS:

1. ¿Qué lugar ocupan los artistas en la polis? [373 b] 2. ¿En qué consiste la educación tradicional? [376 e] 3. ¿Por qué es necesario controlar y vigilar la creación literaria? [377 c] 4. ¿Por qué razón hay que desechar la mayor parte de los relatos míticos de la buena educación? 5. ¿Cuáles son las dos normas que deben regir las narraciones y composiciones poéticas? [380 c-383 a] 6. ¿Cuál es la utilidad de la mentira y en qué sentido sería provechosa? [389 b] 7. ¿Por qué la imitación es indigna de los guardianes de la polis? [395 d] 8. ¿Cuáles son las melodías admisibles en la polis? 9. ¿Qué clase de artistas deberían ser expulsados de la polis y por qué razones? [401 b] 10. ¿Cuál es el objeto de la música? [403 c] 11. ¿Qué relación encuentra entre la terapia y la belleza (como orden)? [404 c] 12. ¿Cuáles son las dos nociones de “terapéutica” que hay en el texto? 406 a y d] 13. ¿Qué relación podría señalar entre las enfermedades psíquicas y las somáticas? [408 c] 14. ¿Cuál es la finalidad de la música y de la gimnasia? [410 c] 15. ¿Por qué la riqueza y la pobreza son perniciosas por igual? [421 d] 16. ¿Cómo caracteriza Platón las virtudes en la polis?

MAPA CONCEPTUAL

1. Rudimentos de la polis [372 a-d] 2. Polis lujosa (malsana) satisfacción de los deseos no necesarios [373 b] artes / artistas
El crecimiento de la polis necesidad de expansión territorial insaciable deseo de poseer necesidad de hacer la guerra [373 e]
Características del guerrero: sagacidad, velocidad, fuerza, valentía, fogocidad (thymos), “manso” [= obediente] y “naturalmente filósofo” [375 e]
La educación tradicional: el cuerpo por la gimnasia y el alma por la música [376 e]
Tipos de narraciones: verídicas
Ficticias
Examen del contenido de las obras literarias
Normas que deben regir las narraciones: (1) Los poetas deben representar a los dioses de acuerdo con su naturaleza. Los dioses no pueden ser causa del mal [379c] ni están sujetos al cambio o a la corrupción [381b] ni pueden mentir o engañar [382]. Debe prohibirse representar a los dioses como magos, cambiantes o engañosos. (2) Se debe suprimir de las narraciones lo que suscite el temor a la muerte, las quejas de los hombres insignes, la propensión a la risa o a la burla, y lo contrario a la templanza.
Examen del estilo de las obras literarias [392 c-d]
Se pueden distinguir tres géneros de narración:
(1) simple: el relator habla por sí, es sujeto de enunciación
(2) imitativa: el relator imita o reproduce lo que otros dijeron
(3) mixta: mezcla de las dos anteriores
Examen del canto y la melodía [398c]
Letra sucesión de letras (texto)
Armonía sucesión de sonidos
Ritmo sucesión de duraciones
Examen de los ritmos [399e]
Definición del arte “verdadero” [401e]
El músico es capaz de reconocer la virtud (perfección) e imitarla [402c]
El arte no es tanto expresión como imitación y no es cualquier imitación sino la de lo bueno bello [402d]
El arte es una clase de amor sensato y armónico [403a]
Dos tipos de terapéutica Asclepio: curar sin cambiar el régimen acostumbrado
de vida
Heródico: terapéutica pedagógica = procurarse una muerte lenta sin curarse
Pruebas a las que deben someterse los educandos [413c]
1. Hacerles olvidar el deber mediante engaños.
2. Hacerles desertar del deber por sufrimientos y luchas
3. Tentarlos por miedo o seducción para ver si son fieles a su misión
Régimen de vida y alojamiento de los guardianes [416d]
1. Propiedad común. 2. Vivienda común. 3. Necesidades satisfechas por la comunidad. 4. Vida y comidas colectivas. 5. No poseer o administrar dinero.
NOTAS
[1] Se por ello toda comida que pueda acompañarse con pan.
[2] Polis se traduce por “ciudad” o “ciudad-Estado”, sin embargo, no debe entenderse la urbe o el conjunto de las casas y edificios a diferencia del campo (significado de “ciudad”) ni la forma de gobierno y administración de una comunidad (significado de “Estado”). Polis hace referencia a la forma de vida en común que tenían los griegos, a su organización comunitaria, la que incluía tanto a la ciudad como al campo y tanto a la “sociedad” como al “Estado” o gobierno (las polis tuvieron distintas formas de gobierno). Para evitar estos equívocos se mantendrá el término griego sin traducción.
[3] Tal es el objeto de investigación en esta obra, planteado desde el comienzo en el libro I.
[4] Una polis sana es aquella que asegura la satisfacción de las necesidades. La satisfacción de los lujos y de lo innecesario implica, para Platón, cierta perversión o desnaturalización de la polis.
[5] Un tipo de vida “enferma”, siguiendo la lógica platónica, tiene mayor necesidad de médicos y terapeutas. Sobre los médicos, ver República: 408.
[6] Platón señala aquí las causas de la guerra a las que identifica con el deseo de posesión, de placeres superfluos e inmoderados.
[7] Atenas creó la figura del ciudadano-soldado: en la medida en que se considera que todos los ciudadanos son libres, todos tienen el deber de defender la libertad común y luchar por ella. Los Lacedemonios o espartanos sostenían, por el contrario, que se trata de una ocupación especial, de un oficio que requiere un saber y un adiestramiento específicos.
[8] El adjetivo θυμοειδής caracteriza en general las pasiones generosas que dependen del θυμός, alma, fuerza vital. Se traduce por fogosidad o coraje y algunos por cólera, pasión o nervios.
[9] La palabra filósofo está tomada en sentido etimológico, como “amante de la sabiduría”.
[10] “Música” hace referencia al conjunto de las artes (que incluye la “música” en sentido estrecho), las que son protegidas por nueve divinidades, hijas de Zeus. Por tal ha de entenderse el conjunto de literatura, artes, canto y danza, es decir, todo lo adscrito a las musas. Ver:
http://mitologiagrecorromana.idoneos.com/index.php/314010
[11] Hesíodo, Teog. 154 ss.
[12] Hesíodo, Teog. 498 ss.
[13] Píndaro, Frag. 283.
[14] Homero, II. I, 589 ss.
[15] Homero, II, XX, 1-74; XXI, 385-513.
[16] Homero, II, XXIV 527 ss.
[17] Esquilo, Frag. 156.
[18] Platón plantea aquí el problema de la “utilidad” de la mentira, es decir, cuando es utilizada con el objeto de hacer un bien o en función de un bien mayor.
[19] Los démones son divinidades familiares, que velan por sus descendientes.
[20] Los Asclepíadas, descendientes de Asclepio, formaban una escuela de medicina establecida principalmente en Cos, Rodas, Cirene y Cnido.
[21] Hipócrates: De flatibus VI, 94, 3.
[22] La terapéutica pedagógica consiste en seguir en su proceso a la enfermedad. Cf. infra 444 d.
[23] Homero: Ilíada, IV, 218.
[24] El legendario rey Midas de Frigia era el prototipo del rico por el don que le concedió el dios Dionisio de convertir en oro todo lo que tocaba con su mano.
[25] Esquilo: Agamenón 1022 ss; Eurípides: Alcibíades 3 ss; Píndaro: P. III 55 ss.
[26] Para que los jóvenes demuestren su resistencia en medio de los peligros que los amenazan, Platón establece tres pruebas: 1) κλοπή, para ver si se dejan engañar, por ejemplo, por los sofistas y demagogos, es decir, si mantienen o no su opinión; 2) βία, que consiste en imponerles trabajos y ocasiones de sufrimiento, para que demuestren su resistencia a la violencia; 3) γοητεία, la fuerza de la seducción del placer y miedo, para observar su incorruptibilidad.
[27] Esquilo: Los siete contra Tebas, 16-20 y 412-16.
[28] Platón insinúa en este lugar el papel del arte y de la ideología en mantenimiento del orden establecido.
[29] Las prescripciones que expone aquí Platón han sido sacadas en parte de los pitagóricos y de la constitución espartana.
[30] Tanto la indigencia como la riqueza en exceso acarrean males a la polis. La pobreza, que no debe confundirse con la indigencia, incita a los hombres al trabajo. Las riquezas son útiles hasta determinado límite, en cuanto contribuyen al verdadero fin de la asociación política que consiste en asegurar la felicidad de sus miembros por intermedio de la virtud.